L librito apareció en el extraño rimero que había acumulado en su casa Hans Friedich Schultz. Hasta él mismo había olvidado que Hans fue uno de los verdugos del campo de exterminio llamado Auschwitz-Birkenau. El hombre murió de viejo, en su sillón de orejas, víctima de una enconada debilidad por los embutidos que ni siquiera la hipertensión logró moderar. El cerdo es un animal impuro.

Allí, cada objeto emergió envuelto cuidadosamente en un paño de algodón deshilachado. Todos en el interior de un baúl apolillado con forro de terciopelo, guardado en el desván y cubierto por ese característico polvo grisáceo que los Alpes estornudan sobre Baviera. Se hallaron una extraña pipa de porcelana y espuma de mar, unas arracadas brillantes que después se supieron otomanas, cientos de gafas con patillas y marcos de oro, una bola de ámbar gris del tamaño de un puño, varios exquisitos relojes de bolsillo de plata con sus respectivas cadenas a juego. Y publicaciones antiguas. Hojas escritas siglos atrás. La mayoría, impresas caracteres hebreos, con el tetragrámaton asomando aquí y allá.

Saltaba a la vista que Schultz era un cuervo culto. Incapaz de sentir piedad por los seres humanos, tremendamente sensible en lo que se refiere a la orfebrería, los objetos curiosos y los libros de viejo. Al menos eso era lo que revelaba el nido del carroñero de Auschwitz. Nadie encontró fotos o recortes sobre su pasado, ni su distintivo de la calavera de acero con las tibias cruzadas, ni su preciada Luger, ni la Cruz de Hierro que le impusiera el propio Heinrich Himmler.

A su heredera, una sobrina-nieta residente en el sur de Dinamarca y destacada líder estudiantil del activismo contra el cambio climático, le espantaba aquel chalecito. A Brunhilde, que así se llamaba, le producía inquietud que se levantara aislado en un rincón del bosque de abetos, permanentemente acosado por el tintineo acusador de los cencerros de las vacas lecheras que pastaban en las vaguadas.

A la joven le llamó la atención entre todos los incunables, encuadernados en cuero, e incluso en maderas nobles, el librito. Las cubiertas habían sido forradas en una modesta tela que mantenía la memoria de un tinte verde. Su lomo estrecho, carente de las costuras doradas de los compañeros de olvido, anunciaba menos de 150 finas páginas plagadas de caracteres hebreos, latinos y griegos. Y todo en un palmo de alto por algo más de medio de ancho. Sobre la primera página, toda en blanco, figuraba, en griego, la palabra 'Salónica' y la cifra 1595. Debajo se adivinaban las mayúsculas latinas E S C U A R Í.

Brunhilde consultó con peritos, puso el hallazgo de tomos y objetos en conocimiento de las autoridades federales y lo liquidó todo en almonedas y anticuarios. Vendió el chalet con su pedacito de jardín y la parcela de bosque de la que se había rodeado Hans Dietricht Schulz, el tío abuelo de quien nadie le habló. Pagó los impuestos. Y regresó a la universidad de Aarhus con el librito verde.

Buscamos tierra firme en las profundidades. Tal es el lema de la universidad de Aarhus. Bunhilde se empeñó en aplicarlo. Investigó acerca de los judíos de Salónica. Hacía casi un milenio o más que arribaron al puerto del Egeo los romaniotes, que eran hebreos expulsados de Alejandría. Quinientos años después, a pie o en carros tirados por mulas, anegaron la ciudad los asquenazís que huían de los progromos de centroeuropa. Por último, fueron bienvenidos los sefardís que los Católicos de Castilla y Aragón echaron de sus reinos. Entre todos, transformaron la Salónica turca en una metrópoli abierta, en la que abundaban los telares, las artesanos que repujaban metales preciosos, los armeros y el comercio.

Nada de pistas acerca de libros impresos en griego, hebreo y un desconocido idioma en grafía latina. Puede que las referencias se perdieran durante las guerras que enfrentaron a griegos y turcos. Quizá en el pavoroso incendio de 1917 que lo redujo todo a cenizas. O desaparecieran durante el exterminio que condujo a decenas de miles de vecinos de Salónica a los hornos de Auschwitz-Birkenau en tiempos del holocausto.

Según los compañeros que estaban a punto de licenciarse en filología, unos, y lenguas antiguas, otros, el librito fue escrito en tres idiomas. Ninguno se correspondía con el griego, a pesar de que empleaba su alfabeto del siglo XVI. Alcanzaron el consenso de que se trataba de hebreo mezclado con castellano medieval y algo más. Puede que el habla mozárabe. Quizá puro árabe antiguo.

Alguien descifró del hebreo que el texto era una copia dada a la imprenta de un original manuscrito en 1489. La indicación aparecía consignada junto a la indicación del taller y el nombre y la marca del impresor. Walter, uno de los interesados en lenguas minorizadas, escaneó cuidadosamente cada página antes de mandarla a colegas de universidades de toda Europa.

Fue el mismo Walter quien, semanas más tarde, comunicó a Brunhilde que poseía un tesoro único. La prueba de la existencia del Escuarí. El manuscrito original relataba la odisea de la familia Ben Arón que no tomó barco a Inglaterra, como lo hicieron los de la aljama de Balmaseda. En tiempos de la expulsión, los Ben Arón de la aljama de Orduña se dirigieron Barcelona por tierra, transportando en carros de bueyes sus telares desmontados y buena parte de sus posesiones. Allí subieron a una carraca catalana con destino a Salónica.

Afincados en su nueva ciudad, los Ben Arón reconstruyeron sus telares para lana. Solo cambiaron el género de oveja castellana por el carnero de Macedonia. Fueron prósperos durante cuatro siglos más, antes de convertirse en humo.

El librito verde que Brunhilde tomó del baúl de su infame tío abuelo contaba el inicio de esa historia. Y lo hacía empleando un medio de valor incalculable. El Escuarí. La mistura de euskera, castellano medieval y hebreo que se hablaba en muchas aljamas del interior y la costa del Golfo de Bizkaia.

Nadie lo podía creer. Y menos aún que se encontrará oculto dentro de un baúl polvoriento arrinconado en el desván de una casita bávara.

Su lomo estrecho, carente de costuras doradas, anunciaba menos de 150 finas páginas plagadas de caracteres hebreos, latinos y griegos