Parece que la respuesta radica en los códigos de comunicación. Un estudio dirigido por la profesora Felicia Roberts de la Universidad de Purdue encontró cómo los tiempos entre intervención e intervención condicionan mucho la misma. En una conversación ordinaria, el espacio entre un comentario y el siguiente, suele rondar los 200 milisegundos. Hasta ahí todo fluye natural. Nuestro cerebro tiene estos tiempos grabados a fuego. Precisamente por eso, Zoom, ha luchado (y de ahí parte de su éxito) por tener una latencia inferior a los 150 milisegundos (el máximo antes de que las conversaciones empiezan a parecer poco naturales).

Pero, ¿qué pasa cuando, derivado de las inestables idas y venidas del audio, empezamos a solaparnos en las intervenciones o a retrasar mucho la respuesta? Que se pierde la confianza. En un escenario ordinario, la cercanía permite otorgar per se una confianza a las personas con las que estamos conversando. Por ejemplo, si se tardan 700 milisegundos (+150 de latencia en la video-comunicación) en responder a una pregunta nos puede hacer percibir la respuesta de una forma menos favorable. Con dudas. Y, el fenómeno al contrario: si se sobrepone un comentario a otro, nuestro cerebro interpreta que no se nos ha escuchado o como que no se quiere dar validez a lo que estamos diciendo. En definitiva, no estar en la comunicación con turnos de intervenciones en tiempos de respuesta a los que estamos acostumbrados, nos produce fatiga. Tanto por la excesiva espera, como por la duda hacia la persona con la que conversamos que inherentemente nuestro cerebro nos hace sentir.

Por si esto fuera poco, las dificultades técnicas también generan dudas. Cuanto más sencillo es entender algo, más rápidamente nos lo creemos. Sesudas y complejas explicaciones, acompañadas de un lenguaje técnico o difícilmente entendible en la distancia, pueden hacer complicadas su interpretación. Los estudios nos indican que acentos que nos resultan poco familiares -como los que estamos recibiendo estos días hablando o escuchando a gente de todo el planeta-, nos reduce de manera natural la confianza por defecto. En otras palabras: más fatiga mental.

A nuestro cerebro no le gusta andar descifrando complejos mensajes de un emisor con el que no se suele relacionar. Nos cuesta mucho menos, por lo tanto, relacionarnos con gente conocida de los que previsiblemente escucharemos algo que nos resulte familiar. El cerebro tiene preconfigurados atajos para entenderlo y asimilarlo. Sin embargo, quizás no sea éste el escenario más adecuado para una videollamada. Si ya sabemos lo que alguien nos va a decir, ¿no sería más adecuada una comunicación escrita? Sin embargo, éste es quizás otro de los males de esta era tan conectada. Nos juntamos síncronamente y por videoconferencia para hablar para todo. Se ha asimilado culturalmente como la mejor alternativa de comunicación para este contexto en la distancia. Con independencia que una comunicación escrita lo pudiera resolver.

Es así normal que tengamos muchos días la sensación de mayor cansancio. Nos hemos adentrado, repentinamente, en una nueva era para las comunicaciones. Y para nuestro cerebro, en un terreno desconocido. Que le produce fatiga por tener que pensar más de la cuenta. Y por encontrarse en contextos novedosos. De ahí que lo normal sea que no tengamos incentivos al cambio (en las comunicaciones y en muchos otros planos). El cambio, cansa.

Nos hemos olvidado rápidamente de aquella vida en la que llamar a la otra punta del planeta suponía unos costes económicos estratosféricos. Ahora el problema es que el coste es mental. La cuestión es que siempre hay costes… y beneficios.

Las quejas por las videoconferencias empiezan a incrementarse; las dificultades técnicas también generan dudas. Y es que cuando más sencillo es entender algo, más rápidamente nos lo creemos