UANDO peor lo pasa Damián es esas mañanas en las que se le olvida visitar el lavabo. Y se tira todo el rato, desde que cierra la puerta del portal, aguantándose las ganas de orinar, con la molestia en el vientre y ese extraño picor, hasta que alcanza los servicios de la guarde. Buuuf.

Pero el domingo no existen las prisas. Salvo excepciones: a veces le visten raro, le peinan con agua aromatizada y le calzan unas zapatillas duras y brillantes con las que no puede jugar a la pelota. Aunque lo normal es que pueda disfrutar mojando galletas en la leche durante mucho tiempo. Aita, que siempre ha desaparecido por las mañanas, esos días canturrea en la cama; después se pasea por casa con un viejo pantalón y una camiseta negra y rota que luce unos labios con una lengua, rojos, pintados en el pecho. Ama olvida peinarse y tuesta pan, lo embadurna en aceite de oliva, lo pringa de tomate y lo toma todo con café. Luego exprime un zumo de naranja con el que llena el vaso largo. Lo bebe despacio, estirando el momento, mirando a la placita, asomada al pequeño balcón por entre los geranios.

Ese domingo, Damián ha descansado mal. Una pesadilla le ha angustiado durante la noche. En el duermevela todo se vuelve confuso. Soñó que caminaba rápido, brincaba, daba saltos, cada vez más largos, y volaba hasta planear sobre las casas de sus abuelas, que le saludaban por las ventanas, y alcanzaba el país de Peter Pan. De repente, le asustó un ruido como de muebles arrastrados o de libros que caen de un estante. Con congoja, escuchó a la pared. Se quejaba. Horas y horas. O quizá solo unos instantes.

Aquellos lamentos contagiaron a Damián. Los ancianos y los niños caminan del mismo modo: encadenando pasos dubitativos. Así fue como Damián irrumpió en la atmósfera de pan tostado, luz del balcón y olor a tinta de suplemento dominical. No tendría que calzarse las zapatillas duras y brillantes. Todo parecía en calma. Llevaba el pijama de cochecitos mal abotonado y sujetaba a Telma, su osa de peluche, por una oreja.

Despegándose las legañas de los párpados, habló. Despacio. Con claridad.

Ama, la pared junto a mi cama, llora.

Sus padres se miraron de un modo particular. E hilaron mil argumentos para convencerle de que las paredes no lloraban. Aunque él quería una tostada, le pusieron galletas de chocolate. Encendieron los dibujos animados. Salieron al parque, vieron los pavos reales, comieron pollo y ensalada en la cervecera del barrio. Luego, en casa, leyeron, discutieron, rieron, dejó un puzzle a medias, aita vio el fútbol, se entristeció porque perdieron los suyos, cenaron. A Damián le costaba entender que a su padre le cambiara el estado de ánimo el fútbol. Le daba lo mismo que muriera Bambi, pero que ganaran a esos futbolistas, no; eso si que no.

Esa noche, la pared lloró de nuevo. Y sacó a Damián de un sueño en el que paseaba por una pradera en la que las flores amarillas alcanzaban el tamaño de los árboles del parque; las mariposas podrían ser enormes tebeos abiertos; y generaban un ruido muy dulce al volar; tan dulce que desprendían virutas de caramelo de colores al agitar las alas; las mariposas eran de algodón de azúcar. Las quiso tocar para comprobarlo. Ahí fue cuando los quejidos comenzaron. Era la pared. Justo por encima del cabecero de su cama. Se prolongó hasta el amanecer. O puede que no.

Permaneció taciturno en la guarde. Almorzó poco y sin ganas. No merendó. Cenó lo justo. A la hora de los besos, cuando trotaba con sus pies gordezuelos por el pasillo, arrastrando a Telma a su habitación, lo recordó. Se detuvo. Giró. Y repitió.

La pared llora.

Sus padres se dijeron algo que él no entendió. Sonriendo mucho, ama lo tomó en brazos y le anunció que dormiría con él. Le leyó el cuento del perro al que no cesaba de crecer el rabo. Al despertar, ama estaba en la sala. Hablaba por teléfono. Con aita. Parecía preocupada.

Todo fue mejor aquel día. Era martes. O jueves. A la hora de los besos, cuando ya estaba en pijama y agarrando a Telma para irse a dormir, sus padres se empeñaron en jugar a un juego nuevo: ellos se acostarían en la camita de Damián y él en el infinito lecho de sus padres. Le ilusionó mucho el juego y no rechistó. Aquella cama era, por lo menos, tan grande como el salón de juegos de la guarde. Olía distinto dependiendo de la parte en la que te encontraras y emitía sonidos al moverse. Debía tratarse de una cama mágica.

Cuando le despertaron aún dormía como un tronco. En sueños había cabalgado un elefante azul por un desierto repleto de pavos reales como los del estanque de los domingos. Le habían puesto las zapatillas brillantes y duras, las rojas. Iba peinado con una raya perfecta. El aroma a agua de colonia invadía a los elefantes y los pavos reales. Seguramente, en ese sueño conocería señores importantes con bigote y corbata.

Puede que fuera viernes. Se lavó la cara. Sus padres no estaban de acuerdo. Intercambiaban opiniones en voz baja. Su madre agarraba el teléfono una y otra vez. Y lo dejaba, nerviosa. Hasta que llamó. Tuvo que hablar mucho rato. Aita se fue a no sé qué. Y ama seguía dando datos, direcciones y nombres a alguien que debía ser sordo. Los compañeros que no se saben la lección en la guarde son más espabilados que quien escuchara al otro lado. Por fin, colgó. Nunca la había sentido tan nerviosa. La abrazó a la vez que a Telma.

Los policías se aproximaron escalera arriba como una tormenta. Aporrearon la puerta de al lado. Y una mujer llamó a casa de Damián, por comprobar unos datos de nuevo. Entraron a casa de los vecinos. Hubo silencio. Y mucho ruido. Gritos. Salieron con el vecino esposado. La vecina asomó un rostro triste y amoratado. La mujer policía dio las gracias a ama. Se fueron. Y ama lloró.

Aquella noche, aita y ama encendieron unos palitos de sándalo junto al cabecero de la cama de Damián. Telma y los tres recitaron el sortilegio de la rana que sana. La pared jamás volvió a llorar.

Hasta bien mayor, Damián estuvo convencido de que el humo del sándalo y el sortilegio de la rana que sana lo podían curar todo.