El tráfico en Manhattan resultaba especialmente denso esa mañana. El cruce de la Primera Avenida con la 42, casi a orillas del East River, nunca ha sido el punto más tranquilo de Nueva York. Pero allí es donde se levanta la torre de las Naciones Unidas. Y allí es a donde se dirigía La Bestia, el enorme Cádillac negro en el que se desplaza el presidente de los Estados Unidos de América. Un vehículo al que le habían blindado hasta el tubo de escape.

En su interior, Duck J. Tromp manejaba con absoluta concentración una tableta de última generación. Jugaba al Candy Crush. Y hablaba solo. Le acompañaban con gesto resignado el secretario de Estado para relaciones con extremo oriente, Bill Colry, y un intérprete de absoluta confianza que sirviera para entenderse con aquellos malditos chinos y coreanos. Cuando Tromp pedía alguien de absoluta confianza se refería a un hombre blanco, anglosajón y protestante. Daba lo mismo que el coreano de segunda generación que servía en la embajada fuera leal a los Estados Unidos hasta el extremo; era amarillo y con los ojos raros. Tromp no se fiaba de gente así.

El secretario de Estado portaba el maletín con los documentos. Copias en inglés, chino y coreano del acuerdo que había llevado más de 18 meses elaborar. Habían pactado en qué lugar iban las comas y los puntos y aparte. Una cosa de locos. Al secretario de Estado aquello le había costado el divorcio: nadie comprende el estrés que supone una negociación con el gobierno chino. ¿Y con el chino y el de Corea del Norte? La irritabilidad que le produjeron los seis primeros meses de toma y daca le llevaron a odiar sin límite a So Choon, su segunda esposa. “No quiero seguir ni un minuto más pactando mi vida diaria con coreanos”, respondía a quien cuestionaba aquella sorprendente decisión. “¿Has negociado alguna vez con chinos y coreanos, idiota?”, preguntaba a continuación Bill Colry.

Acuerdo de reducción definitiva de armas nucleares de carácter estratégico y memorando para el establecimiento de relaciones comerciales trilaterales sin restricciones ni aranceles. Así es como se llamaba el documento que el presidente de la República de China, Ji Xinping; el líder máximo de Corea del Norte, Kim Huno-dos; y Tromp. Nada, medio millar de páginas en inglés, un millar en chino y otras tantas en coreano. Era matador, pero salvaría al mundo tras lustros de tensión.

Los intestinos de Tromp empezaron a sonar a desagüe alborotado dentro de la La Bestia. El intérprete miró alarmado a Colry. Este ni se inmutó. Se había acostumbrado. Tromp permanecía absorto en el Candy Crush como si nada sonara atronador y extraño. Con la policía de la ciudad abriéndoles el paso alcanzarían las Naciones Unidas a tiempo para cumplir con el protocolo.

La Bestia entró al garaje de personalidades de la sede neoyorquina de la ONU como un tanque vestido de gala. La escolta comprobó los ascensores. Abrieron las puertas. Tromp dejó con desgana la tableta sobre el asiento del vehículo, se peinó el tupé de estopa con las manos mirándose en un espejo al efecto, y saltó al suelo como si en lugar de en un aparcamiento subterráneo de Nueva York estuviera desembarcando en Guadalcanal bajo el fuego enemigo. Ese era Tromp.

Cuando el elevador alcanzó la planta noble, Tromp tomó una copia de los documentos. Quería que lo viesen salir por la puerta como si los estuviera supervisando. Allí estaba la prensa. Fotos. Más fotos. Preguntas a gritos por detrás de los guardaespaldas. Tromp se detuvo, giró sobre sus talones y se situó entre los focos y los micrófonos.

Después de la firma estáis convocados a la declaración conjunta. Pero quiero subrayar una cosa -levantó en alto las copias- este documento librará al mundo de futuros conflictos masivos. La Tierra está a salvo desde hoy. Gracias.

El presidente se internó en el pasillo simulando que charlaba con Colry sobre el memorando. En realidad le preguntó dónde estaba el condenado lavabo. Sus intestinos flojeaban. Colry le acompañó. Los gorilas aseguraron la entrada.

Tromp se quitó la chaqueta. Se bajó los tirantes. Hoy eran de un rojo vivo y de pinza en lugar de botón. Dejó caer pantalones y tirantes. Se sentó. Agradeció el hilo musical. Restaban unos pocos minutos para el acto de la firma. Lo comprobó en su Rolex. Bien. El papel tissú. El papel. ¡No había! Saltando como una rana examinó todo el lavabo. Maldición. ¡Eh! El documento del acuerdo. Firmarían el original, que ya aguardaba abierto al lado de tres estilográficas de oro, en la sala. La copia presentaba buena celulosa reciclada. Suave. Sin satinar. Como manda la ONU. Arrancó unas hojas. Tacto perfecto.

Se apresuró en la faena. Un punto de precipitación fatal se apoderó del hombre más poderoso del mundo en el lavabo principal de la planta noble de la sede de la ONU. Se hizo un lío con los tirantes y el memorando. Se lavó las manos. Secó el sudor que le perlaba la frente con el pañuelo. Salió caminando rápido. Los escoltas le abrieron paso hasta Colry. En el centro del pasillo, ambos y el interprete giraron hacia la donde tendría lugar el protocolo. De frente, encabezando una sólida marea oriental, se tropezaron con los mandatarios chino y coreano. Colry balbució un saludo, se situó en el centro, y, con la ayuda del traductor presentó a Tromp y a Kim Huno-dos. Se dieron la mano con una sonrisa forzada.

Tromp sintió cómo, al estirar el brazo derecho, la pinza de los tirantes de ese lado se deslizaba. Trató de detener a Colry, pero este ya le presentaba a un Ji Xinping que le agitó el brazo con fuerza.

Un sonido metálico, similar a un muelle, precedió la distensión de los tirantes de Tromp. Las pinzas se soltaron, los tirantes, de un rojo cereza brillante, saltaron ante la atónita mirada de los presentes. Los pantalones de Tromp. Lastrados por llaves, dos móviles, y una cartera gruesa, cayeron. Lentamente primero; de golpe después. Las pálidas canillas del hombre más poderoso del mundo quedaron expuestas, así como los ligueros que le sostenían los calcetines en alto, sujetos un poco más abajo de la rodilla.

Tromp permaneció impertérrito. Algo más abajo de su espalda asomaba un papel. Pegado a la nalga derecha. Eran ideogramas orientales. Se trataba justo de la página que decía: China es un gran país que, sin coerción alguna, consiente acordar los siguientes puntos?

Ji Xinping se volvió como el rayo. Los primeros misiles de crucero cayeron sobre Chicago esa misma tarde.