Jonas Vingegaard (Dinamarca, 1996) es la excepción y la excepcionalidad. La excelencia y la singularidad. A partes iguales. El éxito del corredor del Jumbo-Visma está plagado de contradicciones, como si su carrera deportiva fuera una paradoja que se impone a cualquier tipo de lógica. Solo así se puede llegar a comprender cómo un chaval que ni siquiera quería ser ciclista vaya a ganar hoy su segundo Tour de Francia. Solo así puede alcanzar a entenderse cómo un muchacho que nació en un país sin montañas llene su palmarés de la gloria conquistada en colosos como el Mont Ventoux, Marie Blanque o el Galibier. O en tres etapas de la misma Itzulia. A sus 26 años, Vingegaard mantiene la cara de niño, marmórea e imberbe, y el semblante medroso de quien el recelo ha acompañado toda su vida. Pero cuando se trata del maillot amarillo es un auténtico depredador.

Porque de crío quería ser, como casi todos sus amigos y casi todos los amigos de sus amigos, futbolista. Lo intentó, pero era tan bajito y tan escuálido que nunca le pasaban el balón. Después tonteó con el balonmano, la natación y el bádminton. Pero más de lo mismo. Para paliar su frustración, su padre le llevó a ver una etapa de la Vuelta a Dinamarca y acertó de pleno. Vingegaard encontró su pasión. Pidió una bicicleta por su cumpleaños, por Navidad y por su santo. Quería una como fuera. Así que en cuanto la consiguió se metió a The Cycling Ring, el primer equipo de su vida. Sin embargo, el danés seguía teniendo los mismos problemas que le alejaron del fútbol: su exigua estatura y su escaso peso. Tenía madera, servía para el ciclismo, pero el mayor miedo de sus entrenadores es que en plena carrera se lo llevara el viento. Tampoco echó mucho cuerpo cuando en la adolescencia dio el estirón; así que aunque le fichó el ColoQuick, equipo continental, siguió sin ver su futuro ligado a las cunetas. 

Por eso compaginó su nuevo club con un trabajo en la planta del puerto de Hanstholm. De seis a doce de la mañana, Vingegaard limpiaba pescado y, tras una siesta, se subía a la bicicleta y se iba a entrenar. “No necesitaba trabajar, pero aún no sabía si podría convertirme en ciclista profesional. Solo corría en Dinamarca un par de días a la semana y de esta manera podía mantenerme ocupado sin aburrirme. Me gustaba, incluso si tenía que despertarme a las cinco de la mañana”, cuenta sin pudor. Así estuvo hasta el verano de 2018, cuando fichó por el Jumbo. El equipo neerlandés quedó prendado de las aptitudes de Vingegaard en cuanto le vio romper el récord de la subida al alicantino Coll de Rates con un tiempo de 13:02 minutos. Y el resto, más o menos, es historia: primero le arrebató a Primoz Roglic las riendas del Jumbo y después a Tadej Pogacar las del Tour.

De esta forma, como la hormiga que almacena migas para el invierno, Vingegaard fue acumulando éxitos sin adentrarse en el foco mediático. A la chita callando. Tímido de nacimiento e introvertido de adopción, al corredor danés no le gusta salir en la prensa. La atiende siempre, educado y sereno, correcto; pero preferiría evitarla. Y eso en la época del vídeo fácil, la hipérbole y la exageración es algo muy extraño. El líder del Jumbo tampoco es amigo del estrés –hasta los 17 años vomitaba antes de cada carrera–, ni de la intensidad; y por eso esta tarde probablemente le veamos por las carreteras de París con semblante serio pero relajado. Huyendo de la euforia y el histrionismo. Así, puede que su carácter retrasara su explosión en el mundo del ciclismo, pero Vingegaard sabe su personalidad puede sostener su éxito en el tiempo.

Acusaciones de dopaje

Vingegaard coge el testigo del ciclismo danés de nombres como Michael Rasmussen y Bjarne Riis, ambos mancillados por el dopaje; por lo que el corredor del Jumbo también ha tenido que hacer frente a acusaciones que le colocan en el mismo saco: “Comprendo que es complicado confiar en el ciclismo a causa del pasado que tiene, pero no tomo nada y no tomaría nada que no daría a mi hija”. Y es que para Vingegaard la familia que ha formado junto a su esposa Trine Hansen, 11 años mayor que él, es más importante que el maillot amarillo. De hecho, ambos se conocen desde que el ciclista militaba en las filas del ColoQuick, donde su mujer era la responsable de marketing. Él tenía 14 años; ella, 25.