29 de febrero de 2020. Sábado
La doctora Nash Elizondo se ajustó el arnés integral y se volvió para permitir que Gabriel la sujetase al mosquetón después de comprobar el suyo. Observó la boca abierta de la sima. Un corte sepultado en el suelo, de forma alargada, de poco más de dos metros de ancho y unos tres de largo. Desde cierta distancia podría haber pasado desapercibida en la ladera inclinada a un lado del camino. La atención se la llevaba un haya majestuosa que se alzaba al borde del precipicio elevando sus ramas al cielo e internando sus raíces en la propia sima. Levantó la mirada para verla, y se colocó tras la oreja el auricular de la radio y un mechón de cabello rojizo que había escapado de la coleta con la que se había recogido la melena. En las últimas horas, la suave brisa del inicio de la mañana había comenzado a transformarse en un viento moderado y cargado de agua, que cabalgaba sobre los montes desde el mar Cantábrico, trayendo una promesa de lluvia y oscureciendo los cielos sobre el valle de Malerreka.
Dedicó una mirada pensativa a sus botas de trekking y a la trasera abierta del vehículo detenido en el sendero.
Había aparcado su Ford Mustang a kilómetros de allí.
Sabía, cuando lo sacó por la mañana del garaje, que terminaría por arrepentirse de llevarlo al campo; aquella preciosidad no estaba hecha para pistas y caminos. Aun así, últimamente había tenido tan pocas oportunidades de conducir grandes distancias que ir desde Donostia hasta Gaztelu le había parecido una ocasión imperdible.
Lo había dejado en la explanada, junto a la fuente del pueblo y los antiguos lavaderos.
Hizo el trayecto hasta donde terminaba la pista acompañando al equipo en el Land Rover, indispensable en el último tramo sin asfaltar que llegaba hasta la boca de la sima. Miró hacia la trasera abierta del vehículo, rebosante de cuerdas, andamios, poleas y trócolas, y hasta una carpa plegable que solían llevar por si comenzaba a llover de improviso. Alzó los ojos a un cielo de nubes revueltas, quizá hoy terminaran utilizándola. Eso la hizo dudar de nuevo sobre lo idóneo de su calzado. Los demás sí que llevaban las botas de goma que usaban habitualmente cuando entraban a cuevas o a grutas desconocidas. Volvió a mirar pensativa las suyas, de trekking, y, casi a la vez, captó un furtivo movimiento entre la maleza, colina arriba.
Uno de sus compañeros se plantó frente a ella sonriendo.
Hacía un mes que se había unido a Kondairak y era todo un hallazgo. Estudiante de Antropología de último año, no tan buen escalador, pero un experto en telecomunicaciones.
Esta era su primera salida con el grupo completo, y las mejoras en el equipo de radio ya eran más que evidentes. Nash tenía reservas. Se le notaba un poco forzado, como si se afanara demasiado en agradar.
Vio cómo le miraban los otros dos compañeros, y estuvo segura de que le harían pagar la novatada en algún momento.
La ficha
- Título: ‘Las que no duermen NASH’
- Autora: Dolores Redondo
- Género: Thriller
- Editorial: Destino
- Páginas: 608
—Cuenta hasta diez, doctora Elizondo, vamos a probar el micro.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, ¿me oyes, Mikel?
—Te oigo perfectamente — sonrió.
Los otros dos eran Julio y Xabier. Julio era el mayor, a punto de cumplir cincuenta años, historiador, etnólogo y lingüista, además de propietario del Land Rover. Xabier era, junto con ella, el más veterano en el grupo: arqueólogo y reconocido en su ámbito. Nash había leído un par de trabajos suyos bastante brillantes. Llevaban más de dos años saliendo al monte, Nash le conocía muy bien, sólo hablaba de arqueología y de equipo técnico, y era un obseso de la seguridad. Pensó que parecía un poco molesto, quizá porque, de no haber estado ella, hoy habría sido el elegido para bajar a la sima con Gabriel.
Gabriel enganchó a su cinturón un viejo candil Fisma de carburo, que llevaba más por tradición que por seguridad, un taladro Hilti y la bolsa que contenía las brocas y los tornillos Parabolt, que utilizarían para asegurar la ruta. Ambos se ajustaron los cascos y comprobaron inclinando la cabeza que la luz frontal funcionaba.
—¿Lista? — preguntó Gabriel.
—Vamos allá.
Gabriel tardó apenas dos minutos en asegurar el primer tornillo en la boca de la sima. Ella se arrodilló junto a la entrada y, antes de deslizarse dentro, comprobó con un suave tirón las cuerdas que pendían de la trócola sujeta a un trípode abierto sobre la boca de la cueva.
Le pareció sentir una gota de agua en el rostro, alzó la cara al cielo y, por segunda vez, creyó ver a alguien entre los matorrales que crecían cerca del pozo, pero sólo eran las ramas movidas por aquel viento que iba en aumento.
De modo involuntario frunció el ceño.
Suponiendo que su inquietud tuviera que ver con las cuerdas que pendían sobre su cabeza, Xabier quiso tranquilizarla.
—He comprobado todo el material tres veces, deja de preocuparte, doctora Elizondo.
—Estoy segura, gracias, Xabier.
—Yo también he comprobado todo el equipo, no habrá ningún fallo, doctora Nash — dijo Mikel.
Ella le miró alzando una ceja, pero no dijo nada. Se deslizó en la oscura boca de la gruta siguiendo a Gabriel.
Xabier guiñó un ojo a Julio, que asintió, disimulando la sonrisa; esperó a que Nash hubiera desaparecido de su vista y, dirigiéndose al antropólogo, le preguntó:
—¿Tú eres gilipollas o qué te pasa?
—¿Qué he hecho? — preguntó Mikel extrañado.
—Llamarla Nash — respondió Julio, que fumaba apoyado en el haya.
—Todo el mundo la llama así. Es su nombre, ¿no?
Nash Elizondo, eso pone en su ficha — contestó confuso.
Xabier negó incrédulo.
SOBRE LA AUTORA
Dolores Redondo (Donostia, 1969) es la autora de la Trilogía del Baztán –El guardián invisible, Legado en los huesos y Ofrenda a la tormenta–, el fenómeno literario en castellano más importante de los últimos años, que inauguró un género propio, el mystic noir. Se adaptaron al cine con gran éxito, y están disponibles en Netflix. Le siguió Todo esto te daré (2016), uno de los premios Planeta más vendidos, y adaptado como serie de la televisión pública francesa. En 2019 publicó La cara norte del corazón, que está en desarrollo como serie televisiva en Hollywood. Con Esperando al diluvio (2022) entusiasmó de nuevo a lectores y crítica; y ahora regresa con Las que no duermen NASH.
—Pone doctora N. Elizondo. Nash es una especie de mote.
—Pero yo os he oído llamarla así... — rebatió Mikel nervioso.
—Nunca delante de ella — explicó Julio mientras Xabier asentía.
—No lo entiendo. ¿Es un insulto? ¿Una coña?... — dijo encogiéndose de hombros—. Se lo he oído a más gente...
—Créeme, no sois tan amigos como para permitirte llamarla así.
—¿Y cuál es su nombre?
—Para ti, doctora Elizondo.
—Se me hace raro tanta formalidad. ¿Qué tiene, treinta? Y encima, está buena... Ya sé que es profesora, pero doctora Elizondo...
—Ya te hemos advertido, nada de llamarla Nash — concluyó Xabier.
—Pero ¿qué significa?
—Digamos que es un código...
—Y no me lo vais a explicar, ¿verdad?
—Venga — pareció ceder Julio, volviéndose mientras intentaba contener la risa—, díselo tú, antes de que vuelva a meter la pata y la doctora lo eche.
Mikel palideció.
—Tú eres antropólogo forense, ¿no? — le preguntó Xabier.
—Estudiante de último año, pero de Biología, no forense.
—Aun así, deberías saberlo.
—NASH es el código forense, la forma de marcar la causa de la muerte en los informes médico-forenses. Las siglas NASH corresponden a las iniciales de muerte Natural, Accidental, Suicida u Homicida. ¿Crees en serio que alguien se llamaría así?
El tipo sopló preocupado mientras negaba.
Nash dejó de oírlos en cuanto rebasó la boca de la sima y el sonido del taladro lo ocupó todo.
Se inclinó hacia delante y vio que Gabriel descendía a buen ritmo. Excelente escalador, historiador y antropólogo, era además su amigo. Hacía un año que daba clases como profesor suplente en la Universidad del País Vasco, la misma en la que ella impartía su especialidad en Psicología Forense. Cuando se conocieron lo reclutó para el grupo en sus salidas por todo el País Vasco y Navarra, buscando huellas de asentamientos humanos, pero sobre todo desentrañando la raíz antropológica y social que se escondía tras los mitos más extendidos de cada zona.
Gabriel estaba especialmente emocionado con aquella sima porque, en las excavaciones previas alrededor del acceso al pozo, habían hallado una escudilla de cobre, aún sin datar, y varias monedas de poco valor de la época romana. Nash había evitado discutir intentando no ser aguafiestas, pero encontrar monedas, escudillas, restos de frascos con nueces, harina o semillas de manzana era bastante frecuente en la zona. La antigua religión dominante en aquellos valles, antes de la llegada del cristianismo, sostenía que la diosa superior, Mari, moraba entre los riscos de las montañas y en las simas que alcanzaban el corazón de la tierra. Varios antropólogos, como José Miguel de Barandiaran o Julio Caro Baroja, ya mencionaban estas prácticas, y habían llegado a documentar fotográficamente hallazgos de ofrendas, tributos de cosecha, ánforas de sidra, cantos y piedras. Ofrendas y regalos traídos desde muy lejos para ser depositados en la boca de la cueva, y en ocasiones en su interior, como tributo a la diosa madre.
Nash descartó los pensamientos que copaban su mente y se concentró en el descenso agradeciendo que las paredes estuviesen secas, probablemente debido a una especie de panza granítica que la pared formaba a escasos dos metros de la entrada y que habría obstaculizado que el agua de lluvia penetrase en el interior. La falta de humedad no impidió, sin embargo, que el nauseabundo y familiar olor de la muerte reciente llegara hasta su nariz.
—¿Notas el hedor? — preguntó Nash alzando la voz para hacerse oír sobre el sonido del taladro.
Gabriel se detuvo para contestar.
—Un pastor de la zona me dijo que en ocasiones también se usa la grieta para tirar ganado muerto en la montaña, sin ir más lejos hace un par de semanas tiraron una oveja.
Nash lo pensó mientras arrugaba la nariz.
—Dos semanas... ¿Tú qué dices? ¿Huele como un cadáver de dos semanas?