No hay nada de comer en el frío apartamento de la urbanización Mar Tirreno, en la cocina solo quedan latas de conserva vacías. Zárate se deja caer en el sofá: a su alrededor, un muestrario de los muebles más baratos de Ikea y el polvo en suspensión, iluminado por el sol de la tarde.
Debería salir a comprar algo, pero no hay nada abierto en la zona, que bulle de animación en verano y fuera de temporada está muerta. Tendría que acercarse al pueblo, pero no quiere moverse de allí. La sensación de que está a punto de conseguir algo que busca hace tanto tiempo le impide calmar los nervios, la respiración. Le queda media botella de un whisky malo que compró en una gasolinera, la otra media se la bebió anoche, fue la única forma de apagar la escena de Las Suertes Viejas. Como si su cabeza fuera un proyector averiado, cerraba los ojos y veía una y otra vez al juez Beltrán muriendo en sus brazos: «¿Quién mató a mi padre? ¿Qué había detrás del caso Miramar?», le gritaba él. «El Clan», murmuró el juez con un último estertor. «¿Qué es el Clan?».
Esa pregunta ha quedado en el aire hasta hoy.
Después de abandonar la casa de Las Suertes Viejas fue a buscar a Eduardo Vallés, el policía jubilado de la comisaría de Vallecas que se había citado con Reyes. Le repitió lo que ya le había dicho ella: su padre, Eugenio Zárate, era un topo en esa brigada donde también estaban Gálvez, Rentero, Asensio y Santos. Aunque a Vallés no le permitieron seguir investigando, estaba convencido de que su padre descubrió algo que demostraba la corrupción del grupo y que fueron sus propios compañeros quienes lo mataron. Sin embargo, el caso Miramar, como se llamó esa investigación, pasó a Asuntos Internos y acabó archivándose. Todas las versiones que Zárate había escuchado hasta ese instante sobre la muerte de su padre (una redada contra unos aluniceros, o que fue víctima de un tiroteo con unos narcos) eran falsas. Consiguió que Vallés le diera el nombre del agente de Asuntos Internos que había cerrado el informe:
Antonio Vicioso. Le costó dar con él. Para localizarlo tuvo que recurrir a Costa, su antiguo compañero de la comisaría de Carabanchel. No quería que nadie en la BAC supiera de sus movimientos, ninguno los aprobaría, menos aún Elena.
La ficha
- Título: ‘El clan’
- Autora: Carmen Mola
- Género: Thriller
- Editorial: Planeta
- Páginas: 456
¿Qué decir de Rentero? Está convencido de que el comisario sería capaz de inventar cualquier cosa (incluso que fue Zárate quien mató al juez Beltrán) para atarlo de pies y manos. Para evitar que haga pública la verdad.
Vicioso lo recibió con amabilidad en su modesta vivienda en el paseo del Comandante Fortea, lo invitó a un café y le contó los entresijos de aquella investigación. Nada de silencios ni de secretos, los velos fueron cayendo uno por uno porque Vicioso estaba deseando ajustar cuentas con su pasado: «Hay veces en las que uno sabe lo que pasó, pero no tiene manera de demostrarlo». Así fue con el caso Miramar: le faltaban evidencias, los pocos testigos a los que hizo hablar se esfumaron. No le quedó más remedio que archivarlo.
—Algunos de los que, en aquel 1991, formaban parte de la brigada de Vallecas hoy están en la cúpula de la Policía.
Gálvez, Rentero…
—Si tienes miedo, puedes estar tranquilo: nadie sabrá que he estado aquí.
—Tengo un cáncer de colon en estadio cuatro. No es la policía lo que me asusta. A mí, no.
—¿Por qué mataron a mi padre?
Vicioso se quedó en silencio, buscando en su memoria como quien registra en un armario a oscuras. Una leve sonrisa se dibujó en su cara y, después, un nombre: Robert
Gaynor.
—¿Quién es?
—La única información que sé que obtuvo el juez Beltrán, el hombre que infiltró a tu padre en Vallecas, fue que la brigada facilitaba el tráfico de armas. Supongo que vendrían de alguna de las fábricas del norte y, desde Madrid, ellos las hacían llegar a África. A Liberia. En aquellos años estaban en plena guerra civil, y Robert Gaynor era uno de los generales de guerrilla. Di con ese nombre porque, mucho después, cuando intervino Naciones Unidas en 2003, los soldados de Gaynor tenían fusiles de fabricación española. Intenté localizarlo, pero Liberia era un caos. Lo di por muerto hasta que hace unos años, poco antes de jubilarme, su nombre apareció en el sistema: había entrado aquí, en España. Incluso fui a verlo, aunque se negó a hablar conmigo.
—¿Dónde vive?
La respuesta lo condujo a Almería, a San Juan de los Terreros, a este apartamento de la urbanización Mar Tirreno.
Cuando Vicioso se encontró con Gaynor, el general había empezado a trabajar en los invernaderos de la zona.
Allí se dirigió Zárate. Aunque nadie lo identificaba por el nombre, su descripción, ese ojo derecho en blanco, era difícil de olvidar. Unos jornaleros le dijeron en qué plantación faenaba.
Lo abordó al finalizar su jornada, mientras el hombre se fumaba un cigarrillo que se había liado él mismo y el resto de los trabajadores se marchaban sin dirigirle un
gesto: tal vez estaban al tanto de su pasado y preferían apartarse como quien evita una enfermedad contagiosa.
Zárate había estado leyendo sobre la guerra de Liberia. La figura del general Robert Gaynor, White Eye, destacaba en alguno de esos relatos demenciales de violencia extrema; se le atribuían muchos de los peores actos: masacres, canibalismo, la tortura de convertir a niños en asesinos. Se presentó como policía y decidió no buscar su simpatía: le dijo que sabía quién era, todo lo que había hecho, y que, si
no colaboraba, podía estar seguro de que sería deportado.
—Yo ya no soy esa persona —le respondió con una voz cansada, arrastrando su acento liberiano.
Exhaló una bocanada de humo y perdió su mirada por el terreno árido que rodeaba los invernaderos. A sus más de sesenta años, no parecía que le quedara mucho que perder.
—¿Crees que no soy capaz de joderte lo que te queda de vida?
—¿Puede ser peor?
—Piensa que puede ser mejor: podría arreglarte los papeles, buscarte algún trabajo más cómodo para alguien de tu edad…
—¿Y por qué ibas a hacerme ese favor?
—Porque vas a contarme quién te enviaba las armas a Liberia. ¿Has oído hablar del Clan?
Gaynor se levantó de golpe y se alejó arrastrando el pie derecho. Zárate le dio alcance y notó que lo podía derribar con dos zarandeos. Nada quedaba del animal salvaje de la guerra. Algunos jornaleros rezagados se quedaron mirándolos.
—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?
—No lo sabes —le dijo Zárate—, pero no tienes otra opción. ¿Quieres que hable con tu jefe? ¿Quieres que le diga las cosas que hiciste en Liberia?
Gaynor se tomó su tiempo para responder. Miró a su alrededor con ese ojo velado, como el de una bruja; parecía temer que alguien pudiera escucharlo.
—Eran negocios, yo necesitaba armas, ¿has vivido alguna vez una guerra? ¡¿Qué vas a saber tú?! Me miras como si fuera un monstruo, pero para sobrevivir en una guerra como la de Liberia no puedes tener compasión.
No se trataba de ganar nada, sino de sobrevivir. ¿Es eso un pecado? ¿Hacer lo que sea para seguir vivo? Porque yo lo hice, sí. Con las armas del Clan y, si no las hubiera tenido, lo habría hecho con mis propias manos.
—¿Con quién negociabas aquí, en España? ¿Rentero, Gálvez…? —Zárate dejó caer los nombres, pero Gaynor no reaccionó—. ¿Sabías que eran policías?
—¿Mi contacto? ¿Policía? Te equivocas. Una vez, al principio, sé que tuvo problemas con un policía en Madrid.
Estuvo a punto de echar por tierra todo, pero él lo solucionó. Ya me entiendes.
Zárate tuvo que tragarse la rabia cuando Gaynor lo miró con una sonrisa repleta de dientes. Aún le divertía recordar las atrocidades en las que había participado, como un niño que se regocija con el recuerdo de una trastada. Y una de ellas era la muerte de su padre. Pero supo controlarse.
—¿Quién era ese contacto?
—El Sipeeni. Quiere decir «el español» en yoruba.
No sé cómo se llamaba en realidad; decían que había trabajado en la embajada española en Liberia, yo lo conocí allí, pero a lo mejor es mentira. Como eso de que murió en la guerra. El Sipeeni no murió. Seguro que está en Monrovia, en una mansión, disfrutando de todo el dinero que ganó con nosotros…
—Necesito encontrar a ese Sipeeni. Necesito saber cómo se llama y dónde vive ahora.
—Si me entero, ¿me darás lo que me has prometido?
Los papeles, un trabajo bueno…
—Lo tendrás.
—Dame un día; llamaré a Monrovia, todavía me quedan amigos allí. Luego iré a buscarte… y cuando tenga los papeles delante…
—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?
—No lo sabes, pero no tienes otra opción —repitió como una burla.
SOBRE LA AUTORA
Carmen Mola nació en la primavera de 2017, en Madrid, cuando los autores Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero decidieron lanzarse a una aventura de creación colectiva que cristalizó en una primera novela, La novia gitana, a la que seguirían La red púrpura, La nena y Las madres. A lo largo de estos años, los tres autores han continuado con sus proyectos personales, tanto novelas como guiones.
En 2021 Carmen Mola obtuvo el Premio Planeta de Novela con La Bestia, un apasionante thriller histórico a la que le siguió El Infierno. El Clan es el brutal desenlace de la serie Inspectora Elena Blanco.