bilbao. Impresionante. La última vez que se vio algo parecido fue en 2006, cuando Valentino Rossi perdió el Mundial en Valencia, en la última prueba, la misma en la que ayer Hiroshi Aoyama (25 de octubre de 1981, Chiba, Japón) se proclamó campeón del mundo de 250 y que a punto estuvo de arrojar por la borda todo un año de trabajo. Su descabellada apuesta, su osadía, la ambición por ganar ganando, rozó la locura, la insensatez. Con 21 puntos de ventaja antes de comenzar la prueba, al japonés le bastaba con dejarse llevar. Sin embargo, lejos de conformarse con adoptar la vía más resolutiva y también lógica, dicho sea de paso, apostó por el órdago. Eso sí, la grada vibró. Pero en el box de Aoyama hacían falta desfibriladores. El japonés quería victoria o suicidio en el intento, como un Samurai cuando concluye su recorrido en hara-kiri. Con una Honda que ha permanecido durante dos años sin grandes evoluciones, el nipón se adjudicó el último Mundial del cuarto de litro, categoría que pasa a la historia con la aparición de Moto2.
Tuvo incluso fortuna Aoyama: Álvaro Bautista casi le tira en dos ocasiones; Marco Simoncelli le adelantaba a milímetros de su carenado y se salió de pista. Pero cual Samurai, supo rehacerse. Simoncelli cayó y Héctor Barberá venció. Adiós 250.