El pasado domingo 27 de julio, Donald Trump y Úrsula Von der Leyen se reunieron en Turnberry (Escocia) en un campo de golf, –imagino que no en “el cuarto de palos”, que es en el habitáculo en el que los socios de los clubes guardan sus herramientas de juego, sino en algún despacho de la casa club propiedad del magnate americano convertido en omnipotente presidente de los Estados Unidos–. El objeto del encuentro era la firma de los “acuerdos” que han puesto en evidencia, –una vez más–, lo que es y lo que significa la Unión Europea para los Estados Unidos y, de paso, la escenificación de las formas y maneras de la nueva diplomacia.

Por ello, antes de entrar en materia comentaré algo que no me parece trivial: el lugar de reunión. El encuentro que tuvo lugar lejos de los grandes salones de palacios en los que tradicionalmente ha alternado y operado la alta diplomacia, no es algo que debe pasarse por alto. Más allá de que Trump aprovechase la oportunidad para hacer un alarde de su poder obligando a la presidenta de la Comisión Europea a acudir sumisa y obediente a un campo de golf, el lugar mismo de la cita, tiene un enorme valor “anti simbólico”. Donald Trump ha prescindido de los rituales y de los protocolos tradicionales con los que funciona la diplomacia y la alta política y ha optado por un lugar más informal, más propio de la politics business.

Recordemos que, en el mundo de la diplomacia, los símbolos que dan contenido a la escenificación de los rituales aportan a su vez un sentido cuasi religioso a los motivos de las reuniones, de las celebraciones, de los actos políticos en general. Y es que, a través de la devaluación y el soslayo al que Donald Trump somete a las formas y modos del inveterado hacer diplomático, está proyectando al mundo la idea de que los tiempos políticos han cambiado y que, en los nuevos escenarios, las formas y los rituales solemnes y espléndidos pasaron a mejor vida.

A partir de ahora, no resultará extraño que sean los campos de golf, los cenáculos empresariales, los paraísos fiscales, los salones de las bolsas, las salas de los consejos de administración de la gran banca…, los lugares en los que se firmen los grandes acuerdos histórico–políticos. Para Donald Trump, es el tiempo de la no política o de la anti política.

Pero, dejando al margen la cuestión de los símbolos, lo que al parecer ha hecho sonar las alarmas en los países que conforman la Unión Europea, apareciendo la decepción generalizada entre la clientela –que no ciudadanía porque como tal nunca ha existido salvo en la carátula del pasaporte–, es lo que se ha denominado “el acuerdo”.

Una vez más, la Comisión Europea con Úrsula Von der Leyen a la cabeza ha echado mano del cinismo y la hipocresía para presentar como “acuerdo” lo que es, lisa y llanamente, un obsceno y humillante “trágala”. Y este condena a la Unión Europea, si todavía no lo estaba, y a sus clientes internos (con muy pocos visos de ser, en el futuro, auténticamente ciudadanos en términos políticos) a desempeñar, en adelante, un papel irrelevante en el escenario internacional.

Tras los acuerdos internacionales de julio de 1944, conocidos como de Bretton Woods, con los que se refunda el capitalismo y se predetermina el futuro de los países que conforman el sistema, es enorme el rosario de veces en las que los países europeos fundadores de la Unión Europea de forma particular y, más tarde, la propia UE, han tenido que bajar la cabeza y plegarse sumisamente a los intereses del Imperio Angloamericano. No es cuestión de hacer una relación pormenorizada de las cuentas de ese rosario. Baste recordar el Plan Marshall (verdadero pecado original) y las consecuencias negativas que tuvo para la determinación del modelo “político” de la Unión Europea.

Desde sus orígenes, la Unión Europea, maniatada por los grilletes de la dependencia, ha resultado ser una marioneta llena de complejos y lastrada, a su vez, por los intereses particulares de cada uno de sus miembros, en manos del Imperio Angloamericano. Con el paso de los años, a la Unión Europea, se le han ido viendo cada vez más las vergüenzas. Si resultó ser inoperante en la cuestión de la guerra de los Balcanes, ahora ha quedado en evidencia y mostrado groseramente su impotencia, su dependencia y su rol denigrante en la cuestión de Ucrania. No ha podido ocultar la condición de “perrito faldero” y cómplice por omisión en el genocidio palestino. Ha sido un mero convidado de piedra en la reciente cumbre de la OTAN, la del 5% para gasto militar…

Y, para finalizar, por ahora, el consecuente y lógico “acuerdo” comercial al que han llegado los EE.UU. y esta UE, a tenor de los precedentes de esa relación. ¡No podía ser de otra manera y no se podía esperar otra cosa! Para mostrar la magnitud de esa sin razón, daré unas breves pinceladas: un gravamen general de un 15% para los productos que la Unión Europea exporte a los Estados Unidos; la exigencia de la compra de energía estadounidense (gas natural licuado, petróleo y productos energéticos nucleares) por un montante de 750.000 millones de dólares a lo largo de los tres próximos años; la obligación de invertir 600.000 millones de dólares en diferentes sectores de los EEUU, –y yo añado–, preferentemente en el militar. Sin sumergirme en las profundidades del “acuerdo”, creo que estas pinceladas hablan por sí solas y no merece la pena hacer comentario alguno.

Hasta ahora, ha sido muy cómodo aceptar el discurso oficial de la Unión Europea, cantar las excelencias de lo que supone pertenecer a ella, aprovechar las que creíamos eran ventajas que ella ofrece… y mirar para otro lado. Hasta ahora, hemos pensado que estar en la onda y sintonizar con lo que se entendía progreso de la Unión Europea, consistía en aceptar la primacía de la libre y leal competencia sobre cualquier otra norma; la subordinación a esas reglas de los servicios públicos o de interés general; la afirmación de que el libre cambio corresponde al “interés común”; la prohibición de todo tipo de restricción a los movimientos de capitales; la independencia del Banco Central Europeo…, y, además, esto significaba participar en la construcción del sistema “político”, en palabras del economista estadounidense Jeremy Rifkin, más innovador y por tanto original que ha conocido la historia. Y así nos ha ido. Y no nos ha importado lo que todo eso significaba.

Y pensamos ingenuamente que aquella frase “Europa no ha existido nunca; es preciso crearla” pronunciada con entusiasmo por uno de los fundadores de la actual UE, el francés Jean Monnet, suponía una invitación a la participación en un formidable reto colectivo. En una aventura política innovadora alejada de los modelos políticos que se han dado en la historia y cuyos resultados, en la mayoría de los casos, resultaron poco edificantes. Ahora, el final ya lo conocemos. Ante él, unos optarán por la resignación, otros por el lamento y los que no lo hacen por ni una ni por el otro seguirán disfrutando de la condición de clientes formando parte de esa legión de beneficiarios que en forma de fondos de todo tipo que enmascara una triste realidad. Una triste realidad que se sintetiza en el hecho de que las élites políticas europeas subyugadas por las élites económicas del Imperio Angloamericano, siguiendo con disciplina la agenda neoliberal, han conseguido hacer realidad la frase que preside el frontispicio del imaginario liberal: “Los dueños de la economía deben ser los dueños de la política”. Finalmente, han conseguido materializar la gran obra que desde el inicio perseguían: Europa S. A.; y eso, en definitiva, en términos políticos, ¿no suena a ultraderecha? Son tiempos de decepción…

POSDATA

Debo confesar que jamás hubiera deseado escribir este artículo. No obstante, el deber moral me impulsa a hacerlo porque el análisis de la deriva europea me sitúa en línea con el pensamiento del filósofo francés Bernard Stiegler cuando afirma que “la construcción de esta Europa supone la destrucción de Europa”.