EN 2017 Ecuador era el segundo país más seguro de la región. Pero seis años después, la delincuencia criminal está presente en las instituciones, en los partidos, en las aduanas, en la actividad de los puertos, en los taxis, en el transporte público. La narco guerra, al igual que el Estado que le combate, está presente en todas las provincias y en las instituciones. Ecuador es hoy la autopista por la que circula el 60% de la coca que procede de Perú, Colombia y Bolivia con destino a Estados Unidos.

Ecuador, ¿estado fallido?

Los narcos desafían al Estado que no tiene medios adecuados para ganar la batalla. Un Estado debilitado, incapaz de ofrecer seguridad ciudadana soporta además una desigualdad social brutal, con 4,5 millones de personas en severa pobreza, y un índice de homicidios diarios de 4,6 por cada cien mil habitantes. La crisis del país y de las instituciones es total, el país está dividido y la derecha no da tregua desde su sectarismo que financia levantamientos populares. Las organizaciones criminales disputan el control a los cuerpos policiales y al ejército y, en ambos lados, quienes disparan lo tienen muy claro: “O mato o me matan”.

La sublevación delincuencial en las cárceles se repite con demasiada frecuencia e incluye armas de guerra, desde fusiles a granadas de mano. Fallan los sistemas de seguridad de las penitenciarías. El ejército de guardianes está infiltrado por las bandas criminales que tienen las llaves de las prisiones. Desde las prisiones dirigen a sus organizaciones criminales. El presidente Noboa se ha visto en la necesidad de declarar el estado de guerra y la ciudadanía se atrinchera en sus casas en una atmósfera de terror. Las calles están vacías a partir de media tarde hasta el amanecer para no correr riesgos. Las bandas criminales en sus luchas propias por el poder de la calle cortan cabezas a machete de manera indiscriminada. Nadie está seguro. Al fiscal César Suárez que investigaba el asalto a un canal de televisión lo han matado a tiros en plena calle.

En este escenario hostil que se repite en buena parte de países andinos y de Centroamérica son muchas las miradas puestas en el El Salvador. El presidente Nayib Bukele que tiene encerrados en una cárcel de seguridad a más de 40.000 pandilleros es el héroe a imitar (en pocos días hizo 72.000 prisioneros). Bukele ha terminado con la división de poderes que se concentran en su gobierno autocrático. Claro que la democracia paga un precio muy alto. Sin embargo, es dudoso que El Salvador pueda mantener por mucho tiempo a decenas de miles de delincuentes encarcelados. Después de la cárcel qué. ¿La pena de muerte?

En todo caso, las medidas represivas más extremas no podrán acabar con la delincuencia, si la estrategia del Estado no se acompaña de medidas sociales contundentes: educación para todos y todas, empleo para los jóvenes; becas de estudio; instalaciones deportivas; reparto de tierras; y una larga agenda, que hagan del país más justo, más amable y acorde con el Buen Vivir del que habla la Constitución ecuatoriana.

Ecuador tiene un enorme potencial a partir de su diversidad. El trozo más grande el PIB se lo reparten el petróleo, la energía y la minería. Más atrás quedan el banano y frutas tropicales, e incluso oro de sus minas. Pero su riqueza se reparte entre unos pocos, siendo que la desigualdad social crece exponencialmente. El Estado no es capaz de generar confianza en las instituciones. El Gobierno de Noboa como antes los de Lenin Moreno y Guillermo Lasso, está contra las cuerdas. La extrema violencia crece cada día. Los derechos humanos pierden, nadie se acuerda de ellos. Las enormes injusticias sociales revientan los pequeños avances progresistas. Se impone una derecha que fomenta la humillación de 1,1 millones de indígenas originarios completamente olvidados. Bajo tierra, Ecuador guarda enormes riquezas, en la superficie la pobreza y el hambre se extienden a todas las regiones.

Pero para conocer qué pasa en Ecuador, un país otrora tranquilo, es interesante detenernos en algunos datos. Cuando Rafael Correa ganó las elecciones (2007-2017) liderando la Revolución Ciudadana, promovió una alianza de seguridad que incluía a varios ministerios, de Justicia, de Interior y de Defensa. La existencia de un pacto de Estado, de facto, consiguió bajar los homicidios de 21,5 homicidios por cien mil a 5, 5 por cien mil. Pero la derrota electoral de Correa, en 2017, supuso el desmantelamiento del frente anticrimen organizado, lo que unido al abandono de la política social pública y la extensión de la pandemia por todo el país, dio lugar a un repunte violento de asesinatos contra la ciudadanía. En cifras los homicidios subieron al 44 por cada cien mil habitantes.

A la caída del gobierno de la Revolución Ciudadana de Correa en 2017 se une el abandono del sistema carcelario y la crisis del sistema de justicia. El primero, con una población que supera las capacidades logísticas del Estado ecuatoriano y la toma de ciertos espacios por parte de grupos de delincuencia organizada con la aparente complicidad de las fuerzas del orden. Amotinamientos y masacres recurrentes siguen cobrándose vidas de personas inocentes, de presos con causas leves (por ejemplo, personas con multas de tránsito y por impago de pensiones alimenticias), que se ven inmovilizados entre dos fuegos de policías y presos violentos portadores de todo tipo de armas blancas y de guerra

En cuanto a la justicia, la crisis el sistema puede entenderse desde dos frentes. El primero deliberadamente politizado cuyo fin es la proscripción de los líderes y lideresas de la Revolución Ciudadana y del Movimiento Indígena, y el segundo por la inacción en contra de los representantes de los dos últimos gobiernos bajo influencia de las mafias, por ejemplo. La presencia del crimen organizado entre jueces y fiscales favorece medidas para acortar períodos en prisión o acceder a beneficios penitenciarios. La crisis social es el telón de fondo de un problema crónico de inseguridad.

El partido Revolución Ciudadana reconoce que la salida de la crisis tomará tiempo, recomponer el tejido social demora años y depende de un correcto manejo gubernamental, sin embargo, desde el rol de las y los ciudadanos se puede procurar la recuperación del sentido de lo colectivo, de la vecindad, de sentir el dolor del otro como propio, de no pensar que este momento es un “sálvese quien pueda” sino de unidad y esfuerzo comunitario. Nadie sabe cómo acabará la actual crisis del país.

El periodista uruguayo Raúl Zibechi nos desvela lo siguiente: “Las cosas han cambiado radicalmente. Caminar las calles del centro de Quito supone encontrarse con carteles redactados por los comerciantes que advierten a los ladrones los mataremos con nuestras manos. Una advertencia temeraria que refleja el sentimiento de buena parte de la población ante el aumento de la violencia urbana, que lleva a los quiteños a encerrarse en sus casas cuando cae la noche”.

El gobierno de Noboa ha declarado un estado de guerra contra los pandilleros, fortaleciendo el aparato represivo del Estado que se despliega con brutalidad y contundencia en las batallas callejeras. Pero ese aparato armado del Estado no es utilizado para controlar a las estructuras del narco que campa a sus anchas en cárceles y calles de las ciudades, en particular en Guayaquil donde se producen el 70% de los hechos violentos. Suena curioso ver cómo los aparatos estatales se fortalecen, pero abdican del monopolio de la violencia, que es una de las claves de un Estado legítimo.

Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo