EMOS asistido durante estos meses a un despliegue del conocimiento al que nos hemos acostumbrado como si fuera normal pero que es único en la historia de la humanidad. Me parece que sería oportuno recordar, precisamente en estos momentos de éxito científico, dos propiedades de este conocimiento al que tanto le debemos y del que tenemos derecho a esperar todavía muchas más cosas: que hemos de conjugar la palabra ciencia en plural y que todo el desarrollo científico no llegará a disipar completamente esa ignorancia insuperable que acompaña a nuestra condición humana y forma parte de la complejidad del mundo en el que vivimos.

La crisis del coronavirus ha proporcionado un protagonismo insólito a la ciencia. En el imaginario popular (y también en los presupuestos públicos), cuando se habla de ciencia se piensa fundamentalmente en las "ciencias duras" y poco en la pluralidad de saberes que tienen que intervenir para interpretar y resolver los principales problemas a los que se enfrenta la humanidad. Por citar solo un par de ejemplo, entre los muchos que se podían mencionar: abrir o cerrar las escuelas es, por supuesto, un asunto de gran relevancia epidemiológica, pero también algo sobre lo que tienen mucho que decir educadores, sociólogos y psicólogos; en la discusión acerca de la administración de las vacunas aparecen problemas de preferencia y obligatoriedad que deben atender a criterios epidemiológicos pero que también generan interrogantes para los que se necesita la aportación de la ética, el derecho o la sociología. ¿De qué modo definimos las necesidades y las prioridades? ¿Qué limitaciones de la libertad están justificadas y hasta qué punto? ¿Quién tiene la legitimidad última para tomar las decisiones, el pueblo, sus representantes o los expertos? ¿Con qué criterios se concluye que alguien pertenece o no a un grupo de riesgo? Cuestiones como estas exigen una reflexión crítica que no se puede apoyar solo en los conocimientos de quienes se dedican a las ciencias naturales o de la salud, por muy exactos que sean.

Cuando decimos que es la hora del aprendizaje tendemos a pensar exclusivamente en la escuela y los científicos, como si desconociéramos que el desafío se refiere a todo el mundo, a las instituciones y a las empresas, a la inteligencia colectiva de la sociedad, a nuestro modo de comunicar y construir las ciudades€ Es una tarea tan formidable que requiere la aportación de todos los puntos de vista posibles, una gran movilización cognitiva que implica también combatir no pocas rutinas que impiden a una sociedad realizar ese aprendizaje.

La otra cuestión inquietante es qué va a pasar con el saber y, sobre todo, con la ignorancia en el futuro. No hay avance en el conocimiento que no nos ponga al mismo tiempo delante de un abismo de ignorancia. Desconocer esto es lo que explica que la percepción pública de la ciencia pase con tanta facilidad de la euforia a la decepción y la desconfianza.

Otras épocas de la historia han formulado el deseo de adaptarse a las nuevas circunstancias del mundo habiéndolo podido cartografiar o sabiendo al menos que todo era cuestión de avanzar en una dirección conocida; a nosotros nos toca tratar de identificar esa dirección en medio de un tiempo y un espacio que se han multiplicado en sentidos y direcciones. Tenemos la sensación de estar entrando en nuevo mundo pero todavía no tenemos el suficiente conocimiento de él que sería necesario para que ese tránsito se realizara sin sobresaltos y con la preparación necesaria. Probablemente ese desajuste entre las nuevas realidades y los conocimientos disponibles ha existido en todos los momentos de cambio en la historia de la humanidad, pero ahora se agudiza porque esa paso se realiza de manera acelerada y en medio de crisis que todavía no hemos siquiera terminado de identificar. Un mundo nervioso y acelerado, interdependiente y complejo, no es algo que se pueda divisar de un vistazo que nos proporcione certezas absolutas.

Deberíamos salir de esta crisis sanitaria conociendo no solo más cosas (nuevas vacunas, datos sociales, descubrimientos biológicos€) sino con un mejor conocimiento de nuestra condición humana, es decir, tanto sus posibilidades como sus límites. Forma parte de ese aprendizaje gestionar bien nuestras expectativas, promesas y frustraciones, no dejar de intentar aquello a lo que debemos aspirar, reconocer nuestras limitaciones y convivir con esas pequeñas o grandes frustraciones que se producen cuando no hemos sido capaces de conseguir, en parte o en todo, lo que pretendíamos.

La crisis sanitaria no fue consecuencia de ninguna conspiración y su salida no será un acto magia o brujería. La razón y la libertad son las principales facultades de las que disponemos para entender y gestionar ese contexto limitante en el que nos movemos.

Tanto quienes aseguran que esto nos pondrá por fin en la dirección correcta como quienes están convencidos de que volveremos a las andadas se equivocan en un asunto central: los humanos somos seres que estamos continuamente experimentando, que nos adaptamos, que discutimos acerca de la interpretación más adecuada de lo que nos está pasando, que aprendemos, aunque sea mal y tarde, pero que todo eso lo hacemos en un contexto en el que hay elementos de necesidad y de libertad.

La pregunta acerca de si aprenderemos de la crisis no se puede contestar porque esas dos condiciones (la necesidad y la libertad) son muy imprevisibles. Cuáles serán nuestros márgenes de acción, qué nuevos desafíos nos acechan, son cosas que pueden y deben ser anticipadas en la medida de lo posible, pero que no se nos van a desvelar con toda claridad. Y que somos seres realmente libres se acredita en el hecho de que no sabemos de antemano cómo vamos a reaccionar a los acontecimientos que se nos vayan presentado; ni los graves errores que hemos cometido a lo largo de la historia (también de este histórico año) ni los éxitos o las hazañas (que las ha habido en abundancia durante la crisis sanitaria) nos permiten realizar pronósticos seguros. Más aún: en esa indeterminación del futuro reside la grandeza de nuestra frágil condición. No aceptaríamos renunciar a nuestra libertad si esa fuera la condición de un futuro seguro. Lo que hayamos de aprender, hagámoslo en el entorno abierto e indeterminado de la libertad y la democracia, sobre todo porque no se puede aprender de otro modo.

* Catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Autor del libro 'Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus' (Galaxia Gutenberg). @daniInnerarity