UNA de las series televisivas que más me impactó de joven fue aquella mezcla de western y película de Bruce Lee titulada Kung-fu que protagonizaba David Carradine. Lo tenía todo: la aventura del viejo oeste, la filosofía oriental, los buenos y los malos, el pacifismo extremo, las peleas salvajes? Me gustaban especialmente los flashback o retornos visuales al pasado para alimentar una historia con un contexto. Así, el protagonista, Kwai Chang Caine, de viaje por los remotos pueblos norteamericanos, recordaba su niñez como monje en el templo chino de Saholin, donde retenía las enseñanzas de su mentor, el maestro Po. La imagen de los encuentros pasados era alucinante. Un monje budista, ciego -con los ojos en blanco- y perilla y bigote de chivo, impartía su especial sabiduría al discípulo preferido, el "pequeño saltamontes". Las enseñanzas pretendían templar el ánimo y curtir la personalidad humana frente a la injusticia, la desesperanza o la maldad humana. "Ocultar una verdad es fortalecerla y hacerla más resistente" decía aquel chino de imagen enigmática y artes marciales depuradas.

Todo era muy oriental. Filosófico y profundo. En los guiones, estas escenas retrospectivas se insertaban en momentos de una trama de tensión. Se pretendía relajar el ambiente, destensarlo. Pero inmediatamente después acontecía una ensalada de palos en las que Carradine, sin más armas que sus manos y pies y una flauta, repartía estopa a diestro y siniestro. Una máquina de hostiar con el regodeo de la cámara lenta para apreciar bien los mamporros. Era impresionante. Un tímido mestizo, callado y humilde, se convertía en superhéroe para defender causas justas y a los más débiles, vilipendiados en el salvaje oeste.

Así que de Kung-Fu me quedé prendado de la necesidad de control mental en las situaciones complicadas. Abstraerse de todo, apaciguar el ánimo. Juntar los dedos, contar hasta diez. Ommmmmmmmmm!!! Y si es preciso tocar la flauta. Luego, si se tercia, un desahogo. Egurre! (siempre figuradamente).

No hay nada mejor para expresar un estado de ánimo alterado que la ironía.

Los sindicatos convocantes de la huelga general del pasado jueves estaban convencidos de que su llamamiento recabaría la adhesión de una parte mayoritaria de la sociedad. Sus reivindicaciones eran evidentes, la excepcionalidad del momento apretaba y la concienciación de la gente, indignada con la coyuntura, invitaba a la unanimidad en la respuesta. Por eso estaban tan seguros de que, voluntariamente, la ciudadanía de este país iba a participar de forma masiva, solidaria y consecuente a su llamamiento de huelga general.

Tal vez por esa seguridad preconcebida, esa confianza ciega en el éxito de su demanda de paro, los sindicatos "convocantes" llamaron a sus seguidores a manifestarse a primera hora de la mañana -en eso que se llama "hora punta"- en las inmediaciones de los principales acceso por carretera de las capitales de nuestra comunidad. Evidentemente, tales citas nada tenían que ver con una intención oculta de colapsar la circulación viaria, impedir el libre movimiento de personas y mercancías e incomodar a las decenas de miles de mujeres y hombres que, insolidariamente, habían decidido trabajar con total normalidad. Nada que ver con el sabotaje a la libertad de elección de la ciudadanía. Nada que ver con medidas de presión y coacción para que el paro fuera secundado. Nada que ver con el ejercicio antidemocrático de utilizar la fuerza, la amenaza o la coacción para que el objetivo por ellos perseguido - la parálisis- fructificara.

Yo también creo que el derecho de un puñado de manifestantes a ejercer su libre opinión taponando y cerrando las carreteras de acceso a las capitales debe ser respetado. Como quien respeta estoicamente que le toquen los cataplines con las manos frías desde primera hora del día. Es cuestión de resignación o mansedumbre cívica. Y de ironía. De mucha ironía.

Respeto el ejercicio de tolerancia y de educación de quienes, a consecuencia de su vocación de protesta, insultan, coaccionan y tratan de imponer, por la fuerza de los hechos -de los suyos- un paro que, como alguno de sus dirigentes ha calificado, obedece a razones estrictamente políticas. Respeto hasta a los intransigentes, a los falsos profetas, a los que desde su posición privilegiada se autoasignan el papel de defensores de los más desfavorecidos. Respeto incluso a quienes no entienden la discrepancia. A los que siempre tienen la razón. A los que en la vida lo quieren todo y ahora. A los que solo creen en derechos y para quienes los deberes no existen. Respeto a quienes minusvaloran el valor del acuerdo y afirman que la huelga es una bendición del cielo. A quienes son profesionales de la exigencia, pero tal requerimiento siempre se refiere a los demás. A los que piden compromiso y se comprometen con la pólvora del rey. A los que prometen el oro y el moro. A los que invitan a todo siempre que paguen los demás. A los que siempre quieren más. 1080, 1200? órdago. A los que denostan los acuerdos que no satisfagan ciento por ciento sus apetencias. A los que desprecian el incremento del salario mínimo porque lo pactado, según ellos, debilita a la izquierda; aunque haga ganar un poco más a quienes menos tienen. Respeto a quienes critican los fondos de pensiones particulares pero se garantizan sus jubilaciones con inversiones opacas colectivas que les permitirán subsidios de retirada anticipada. Una previsión social voluntaria que les permita renovar sus cuadros. Los suyos.

He de confesar que, desde un principio, desde que hace meses se explicitara la posibilidad de convocar un paro general, no me gustó la idea de una huelga excepcional. No encontraba sentido a tan extraordinaria protesta. La creía sinsentido. Una medida de presión política en un año electoral. Una irresponsabilidad.

Transcurrida la jornada del pasado jueves, he de significar que mi sensación es aún peor. No entiendo por qué se sabotean líneas férreas con el consecuente peligro para los viajeros de este tipo de transporte. Ni encuentro sentido a los cortes de carretera con barricadas. O la destrucción de mobiliario urbano. Y mucho menos concibo que se justifique la alteración de la convivencia o los estragos provocados por la dinámica de huelguistas y piquetes. Lo lógico es que quienes se responsabilizaran de la movida lo hicieran también de sus consecuencias, de sus daños y sus respectivos costes: yo les giraría una factura del importe económico generado por la acción de los piquetes contra el patrimonio público. Pero mucho me temo que tal cosa no pasará. Porque el balance de la jornada hecho por los secretarios generales de los principales sindicatos solo encuentra autocomplacencia ante el "enorme eco y la creciente incidencia que ha tenido la huelga general. Ha sido un gran éxito".

Garbiñe Aranburu, secretaria general de LAB, fue más allá. "Si lo que están pensando es que lo de hoy va a ser una tormenta y que después amainará, están muy confundidos". Y amenazó a los poderes públicos: "Tienen dos meses para que respondan afirmativamente a estas reivindicaciones. Si transcurrido ese plazo no hay una respuesta afirmativa, nos volverán a encontrar en la calle y verán florecer una primavera roja y en lucha"

Por su parte, Mitxel Lakuntza, cabeza visible de la organización sindical mayoritaria de Euskadi, se mostró muy contento con el resultado de la huelga, reiterando su voluntad de continuar con la estrategia de presión y no de negociación. "Nuestra fuerza está en la calle. Solo desde la calle y movilizándonos podremos abrir las oportunidades que necesitamos para conseguir una sociedad más justa". El paro provocado "no es una llegada, sino un punto de partida. Mañana seguiremos, pero más fuertes". Ni una autocrítica. Ningún pero. Y, al tiempo, ningún logro social que exhibir. Ninguna mejora. Ningún acuerdo. Resultado positivo cero. Conjunto vacío. Simplemente satisfacción por la protesta y, se supone, por lo que alrededor aconteció. Y un mensaje final preocupante; "La gente que ha salido hoy a la calle -dijo Lakuntza- es lo mejor que tiene este país". Según esta afirmación, los que no secundamos la huelga, se supone, debemos ser lo peor que hay en Euskadi. ¡Pobre país si su futuro y dignidad pasa por estos profetas!

Ommmmmmmmmm!!!

Pequeño saltamontes: "Si se planta arroz, arroz crecerá. Si usted planta miedo, será el miedo lo que crezca".

Camarada secretario; plante usted un poquito de respeto. Nos irá mejor a todos.