HACE unas semanas, este verano de 2019, en una rueda de prensa conjunta en Iparralde entre ministros del Interior, el representante español declaró urbi et orbi que no reconocía la existencia de un conflicto vasco, que sólo hubo un combate al terrorismo y que éste había sido derrotado. Con esas declaraciones, Fernando Grande Marlaska, un antiguo juez de la Audiencia Nacional que se negó a investigar decenas de denuncias por torturas y malos tratos, recurrió a las tesis de que Todo es ETA al interpretar que el conflicto vasco se puede reducir a un episodio de terrorismo. Semejante relato negacionista, dominante en la España española, pretende ignorar la existencia de una nación vasca y su metódica colonización por Castilla-España.

Pero como demuestra la rueda de prensa franco-española en Baiona, la ocupación de Euskal Herria representa un presente de dominación que los proyectos políticos francés y español prolongan desde hace siglos. El primer paso en una larga y permanente conquista fue arrebatar, alrededor de 1200, a la monarquía navarra sus territorios marítimos y riojanos. Más tarde, en torno a 1512, Castilla se anexionaría la Alta Navarra, incorporando ese dominio a través de la tradicional fórmula colonial de virreinato. En 1620, la monarquía francesa eliminó el remanente Estado pirenaico. Y durante el siglo XIX la población vasco-navarra fue despojada, “por derecho de guerra”, como reconoció Cánovas, de su autogobierno foral, aunque mantuvo una parcela de autonomía administrativa y otra más amplia de carácter fiscal. Durante el siglo XX, las dictaduras de Primo de Rivera y Franco forzaron una asimilación brutal que en Iparralde ya se había conducido desde la revolución jacobina. Con la Constitución de 1978, el descrédito del nacionalismo autoritario español posibilitó que los territorios de Hegoalde se convirtieran en dos Comunidades Autónomas españolas (divide et imperas), pero su nivel de autogobierno se ha ido precarizando, consecuencia de una normativa y de una interpretación judicial centralizadoras, así como por los efectos de la integración europea, que ha reforzado al poder central del Estado, es decir, a la nación castellano-española que lo protagoniza.

El proceso para mejorar el autogobierno, iniciado con el Plan Ibarretxe hace casi dos décadas, se enmarca contemporáneamente en un contexto dominado por el conflicto catalán, que se ha caracterizado por su pacifismo a ultranza a pesar de las grotescas pretensiones españolas por asimilarlo a una rebelión o golpe de Estado. En sus inicios, también en Catalunya se puso en marcha un proceso de reforma estatutaria que culminó en un referéndum aprobatorio de un nuevo Estatuto que, sin embargo, un Tribunal Constitucional en precario invalidó radicalmente. A partir de esa sentencia, el auge del independentismo ha conducido a la suspensión temporal de las instituciones autonómicas, amenazadas permanentemente con un 155 indefinido, a la prisión y el exilio para algunos miembros del gobierno y parlamento catalanes y de destacados miembros de su sociedad civil. El esperpéntico proceso al procés y el ninguneo de su condición de electos al parlamento español y europeo de varios políticos catalanes anticipan una sentencia ejemplarizante que probablemente derivará en una internacionalización judicial del conflicto. Un asunto que se prolongará durante años.

Inevitablemente, la reforma del autogobierno vasco no podrá escapar de ese contexto, como tampoco puede obviar que el Estado español no ha dirigido a Catalunya ninguna oferta de negociación sobre su estatus político que no sea la imposición supremacista del proyecto de la nación española. Para España no existen naciones vasca ni catalana y es una ingenuidad pensar que pueda alcanzarse un nivel de autogobierno superior si no viene acompañado de un reconocimiento nacional que reclaman con amplias mayorías sus respectivos parlamentos. Sin embargo, los partidos de la nación española, minoritarios en Catalunya y en Euskadi, se niegan a recocer la existencia de un demos vasco y catalán.

Los intentos discursivos de los nacionalismos vasco y catalán a favor del reconocimiento de la pluralidad y de la integración de la diversidad en el Estado no han tenido eco dada la postura supremacista de la que hacen gala los partidos españoles. Más allá de la cháchara política, cuyo objetivo es ofrecer una coartada democrática a la dominación, la asimilación lingüística y cultural y la negación política son objetivo histórico de las conquistas castellana (y francesa). Tanto Euskadi como Catalunya son territorios ocupados, sometidos a un proceso de asimilación, donde los recursos autonómicos en manos de la nación vasca o catalana son muy pocos en comparación de los que dispone el poder central.

De poco serviría contar con más competencias si estas quedan, como hasta ahora, al albur de lo que decidan las mayorías que representan a la nación española en el parlamento de Madrid. Tampoco tiene mucho sentido que la decisión última sobre la interpretación de las leyes se deje en manos de unos tribunales dominados por los representantes de la nación española. El resultado del sistema autonómico es de sobra conocido después de transcurridos 40 años. Blindar las competencias autonómicas frente a la interpretación de las mayorías parlamentarias que representan a la nación española o a su representación jurisdiccional, encarnada en el Tribunal Constitucional, implicaría necesariamente recurrir a instrumentos fundados en la bilateralidad. Algunas voces proponen trasladar a una suerte de Concierto Político el modelo de Concierto-Convenio Económico. Esa labor de ingeniería constitucional podría tener su encaje a través de la Disposición Adicional 1ª de la Constitución si hubiera una voluntad política favorable tanto en Euskadi como en España. A mi juicio, es posible reunir esa voluntad política en Euskadi, pero no entre las fuerzas políticas españolas porque el nacionalismo español tiene un carácter supremacista. Spanien über alles es una perspectiva que se viene alimentado desde hace siglos y que se simboliza en la fantasía histórica de la (re) conquista. De ahí que el multilateralismo de una “Confederación Ibérica” respetuosa con la plurinacionalidad choque con el proyecto histórico de Castilla-España por establecer una única unidad política en la península (con destino universal).

La derecha autoritaria española que sostuvo la dictadura franquista no ha renunciado a esa nostalgia imperial. Pensar que estaría dispuesta a reconocer la democracia en Euskadi y Catalunya, es decir, la existencia de un demos vasco y catalán, y a respetar sus mayorías, sigue siendo ciencia ficción. Tampoco invita al optimismo la denominada izquierda española ubicada en PSOE y Podemos, que padecen, en grados diversos, la misma inclinación jacobina y chovinista.