LA declaración hecha por ETA a su renuncia definitiva e irreversible a la lucha armada para el logro de objetivos políticos fue motivo de alegría para todos. También de una fundada esperanza de que, a partir de entonces, todos podríamos vivir en paz. Desde aquella fecha vivimos más humanamente y "más en paz". Aun así, no podemos afirmar que vivimos como si ETA no hubiera existido. Al pensar en la paz, pensábamos en mucho más. Y somos conscientes de que si no nos comprometemos entre todos, no lo vamos a conseguir.
Vivir en paz implica una forma de relación social entre las personas. Y esa relación siempre supone que los demás, aquellos con quienes nos relacionamos, entran en nuestras vidas como nosotros lo hacemos en la de ellos. Las personas somos sujetos que se relacionan con los demás. Por ello, no podemos ser ajenos a la tarea de construir la paz entre todos.
Entre todos los que configuramos este nuestro pueblo vasco están los que ejercen la autoridad y rigen su destino. Esa autoridad actúa para bien o para mal, ayudando o impidiendo, estimulando o frenando, superando los obstáculos o creando más dificultades, con la mirada puesta en el bien de todos o preocupándose más del bien de los suyos. Nadie tiene el derecho de intentar hacer la paz, su paz, con exclusión de todos los demás que quieren hacerla. En el respeto y reconocimiento a los derechos de todos y en la aceptación de las renuncias que implica reconocer los derechos de los demás, está el fundamento sincero de la búsqueda de la verdadera paz.
Es evidente que la paz de todos y para todos ha de apoyarse en unas bases aceptadas por todos que sean el fruto de consensos comunes alcanzados entre todos. Consensos que no tienen por qué existir desde el comienzo de las deliberaciones comunes en el logro progresivo de la paz. No solamente los objetivos a alcanzar por la vía de los acuerdos han de ser objeto de debates y discusiones. Las mismas bases y caminos en los que ha de apoyarse una convivencia pacífica por todos trabajada han de ser objeto de un acuerdo entre distintos. Los principios pre-definidos puestos como condicionamientos absolutos e intocables no pueden prometer grandes logros en el camino de la pacificación que todos queremos alcanzar.
Planteado así el proceso de una pacificación que debe ser progresiva, la misma figura del liderazgo relativo a la pacificación ha de adquirir sus propias y específicas dimensiones. Una cosa puede ser el liderazgo de quien desde el principio marca los objetivos a alcanzar en el diálogo plural y otra cosa distinta el liderazgo de quien dinamiza los pasos de un proceso que posibilite el descubrimiento y la afirmación de las metas a alcanzar.
Pero la paz buscada no es solo el logro del bien que los gobernantes ofrecen al pueblo. Debe ser, sobre todo, fruto de la demanda popular, del deseo y del comportamiento de todo el pueblo, que en nuestras ciudades, pueblos, barrios y aldeas, en cuanto colectivos más próximos a las personas, son elementos de cohesión social. Es a nivel local, en la pluralidad de las múltiples relaciones que en ellos se dan entre las personas y los grupos, donde se aprende a convivir, a trabajar juntos, a colaborar en temas comunes y también a respetarse incluso en las discrepancias.
Largas décadas de lucha armada y práctica terrorista de ETA, junto con la no siempre justa respuesta represiva de las fuerzas encargadas de garantizar el orden público, y las relaciones populares que las mismas han provocado, han creado entre nosotros una profunda ruptura, divisiones y enfrentamientos, no fácilmente superables. Ello ha alimentado una cierta cultura de la violencia que impregna la mentalidad y los sentimientos, no solamente interpersonales, sino también el clima envolvente de la convivencia social de los pueblos y comarcas. Es una realidad perceptible en múltiples aspectos de la vida diaria. Nos sentimos distantes y enfrentados y a veces sin saber por qué. Pero enfrentados. La descalificación mutua, previa a cualquier valoración responsable, ha venido haciendo muy difícil, si no imposible, la mutua colaboración en tareas de interés común.
Se habla entre nosotros de "un tiempo nuevo", de un "nuevo ciclo político". Sin embargo, el mantenimiento de actitudes internas y de funcionamientos públicos sostenidos por el rigor de los propios posicionamientos endurecidos e irrenunciables, que desconocen el sufrimiento ajeno, sea de las víctimas, de todas ellas, sea de los encarcelados, hace difícil ir dando los pasos necesarios para alumbrar ese "nuevo tiempo" del que se habla, que no es otro que la convivencia en la paz.
La reparación a nivel de los pueblos, barrios y comarcas del daño causado, tanto físico como moral, visualizado con acciones comunes e interpartidarias; la participación efectiva, sin exclusiones ni monopolios, en la acción municipal y local; la supresión en los espacios públicos de las expresiones difamatorias y calumniosas de los adversarios políticos; la búsqueda compartida de la verdad sin manipulaciones, con acciones solidarias en acontecimientos populares, festivos y culturales, y en otros muchos gestos simbólicos que por su naturaleza pertenecen a todos, son pasos necesarios que demuestran que queremos sinceramente la paz, más allá de las palabras, foros y declaraciones públicas.