HACE tiempo que la soberanía no reside en el pueblo. Lo cierto es que nunca ha habido tal alojamiento, en todo caso alejamiento entre los conceptos y aún de sus realidades. Mas, si lo pensamos mejor, tampoco es que haya existido con mucho énfasis eso llamado pueblo y menos aún algo tan laxo denominado soberanía. Pero si por soberanía entendemos la capacidad que una entidad tiene de tomar decisiones que le afectan por su cuenta y riesgo bajo su entera responsabilidad y el largo etcétera biensonante de la politología, que dicha entidad corresponde a una sociedad cuyo conjunto de miembros acuerdan tomar dichas decisiones de modo democrático mediante la elección de sus representantes -perdón que me da la risa como a Montoro- y el manido elenco de virtudes que adornan tan vacuo discurso, entonces y solo entonces, puede decirse que sí, que se perdió cada vez que se proclamara su recuperación. Ejemplos los hay para dar y tomar en la historia, que no absuelve a nadie a este respecto.
El último caso nos lo ha brindado en bandeja el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, a modo de indigesto aperitivo del bicentenario de La Pepa, quien la semana pasada sacaba pecho en Bruselas como Cid Campeador esgrimiendo tizona en mano, por haber recuperado para España el santo grial de la soberanía perdida, haciendo suyo el derecho de fijar la cuota de déficit que nos podemos permitir, sin pedirle para ello permiso a nadie y menos a la señora Merkel. Faena que fue felicitada al unísono por todos los titulares a derecha y derecha del espectro mediático a modo de popular "¡olé tus coj...!", cual banda de música que ameniza la corrida con Paquito Chocolatero, unanimidad que animó a toda la cuadrilla calumnista y tertuliana a auparle a hombros -no precisamente de gigantes como a Newton- para darle la vuelta al ruedo entre pañoladas y a sacarle por la puerta como a José Tomás en la Maestranza, sin antes observar que del cuerno al rabo todo es toro y el que se estaba lidiando, lejos quedaba de pensar en pipas facundo?
Porque es posible que los cuatro pases con los que se acostumbra a torear al autóctono periodismo comulgante, cuyas embestidas parecen más convenidas que las resoluciones de la ONU, y el alarde de estos nuevos recortadores de feria ejecutados en beneficio del pueblo con la venia de la autoridad sindical, si el tiempo lo permite y el calendario de puentes y festivos no se opone, sean méritos suficientes para obtener su aplauso general en el ruedo ibérico, pero no parecen convencer en otras plazas que exigen el sacrificio de la sangre de ese toro enamorado de la luna, que no es otro, que nuestro sol de vacaciones y playa, del que mientras hemos podido se nos ha dejado disfrutar alegremente, como aconsejaba Góngora a la doncella junto a cuyo cabello, el oro bruñido relumbra en vano, más que mercureo se ha vuelto plomo y no tenemos con qué pagar. No parece que la capacidad de decidir nuestro futuro sea la del torero, cuanto la del toro, que bien es cierto, ha nacido para ello y para lucirse en su fiesta en una lucha justa llena de gloria y esplendor.
Pero no crean ustedes que nuestros representantes se juegan el tipo en el coso europeo como se nos ha pretendido hacer creer vistiéndose de luces, ni siquiera reconociéndoles su condición de bestia sacrificial? Más que a una representación de la representación, hemos asistido a una pantomima de su ejercicio, cuya apoteosis escénica pudimos contemplar, no entre los actores principales del circo Rajoy haciendo de nuevo Prometeo y Merkel encarnando a la Diosa de los Azotes, sino cuando el presidente del Eurogrupo, Junker, sorprendió a todo el graderío agarrando por el cuello al ministro de Economía español, el señor De Guindos, para transmitirnos la idea bíblica de que, Europa aprieta, pero no ahoga.