Durante años me pregunté cómo habían podido soportar mis aitites 40 años de dictadura. No es lo mismo perder una guerra y volver derrotado a tu país, que el enemigo te la gane en tu propia casa y tener que convivir con el regusto a bilis en la boca durante décadas. Es posible que el tiempo, la existencia en sí misma –el trabajo, la familia, ver a los hijos y a los nietos crecer o viajar en vacaciones– cierre la herida. Nunca se lo pregunté a ellos, pero esos años tras la guerra civil sí que fueron una transición, toda una metamorfosis de mariposa a oruga, forzada claro por el orden establecido. Imagino que abandonar el estado de larva fue poco menos que un milagro, impulsado por el empuje vital y la capacidad de olvido de cada casa. Con todo aquella generación y sus hijos vivieron décadas de opresión y recorte de libertades. Después tuvieron que tragarse el sapo de la España autonómica y hoy se continúa peleando por lograr que se cumpla la promesa competencial, palabra de mal pagador. Por supuesto que se ha avanzado desde 1975, pero en algunas cuestiones no se ha llegado muy lejos. ¿De verdad murió Franco hace 50 años? Hay material para tener serias dudas al respecto. Por ejemplo, que un alcalde de Vox en un pueblo remoto de Jaén berree –“No terminan de asumir que perdieron una guerra”– para justificar su calendario franquista o que el Madrid de la emperatriz Ayuso no se sume a los actos de celebración de medio siglo de democracia tras la dictadura. Se diría que la cruzada no ha terminado.
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