Se habló ayer en Juntas Generales de Bizkaia de las sombras que cubren algunos enclaves rurales del territorio. Son un centenar de barrios a los que no llega el sol de los servicios esenciales, que en muchas ocasiones se trata de una tienda cercana en la que poder comprar pan, leche y huevos. Es posible que hasta allí llegue una potente señal de internet que abra las puertas del pentágono a un hacker adolescente, pero puerta con puerta hay un matrimonio o una persona sola de más de ochenta años que tiene que hacer malabarismos para comer: contar con los hijos, si los tienen, o con los vecinos o hacer un pedido on line o telefónico al súper, que para muchos es una proeza a la altura del descubrimiento de las fuentes del Nilo. He investigado y, aunque rechazo hasta tal punto estas etiquetas que he renunciado a buscar la mía, he descubierto que a los nacidos entre 1928 y 1945 son la generación Silenciosa. El adjetivo lo dice todo. Seguimos sin saber a dónde vamos, pero lo hacemos muy deprisa y olvidando de dónde venimos. Dejando en definitiva a mucha gente sin capacidad para comprar una docena de huevos y un kilo de patatas. Y no ocurre solo en zonas rurales, cada vez hay menos tiendas de barrio en las ciudades y más supermercados, que no tienen la capacidad fascinante, casi mágica, de brotar en cualquier esquina. Donde algunos vemos lonjas vacías, otros ven un desierto de tiendas que hace poco era vergel. La solución es compleja, es difícil hincarle el diente, pero se ve a la legua que rehumanizar la sociedad y desdigitalizarla es un buen punto de partida.
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