Hace unos días volví a subirme al autobús después de varios meses de ir al trabajo en coche. Lo que no esperaba era que el viaje se convirtiera en una especie de reality show involuntario.
Apenas arrancó, una pasajera decidió que era el momento perfecto para mantener una larguísima conversación telefónica con un compañero de trabajo. Y cuando digo larguísima, digo hasta la Intermodal. 40 minutos. El problema no era que hablara por teléfono. Eso es perfectamente comprensible. El problema era el volumen, la falta total de filtro y, sobre todo, la certeza con la que parecía estar convencida de que todos los pasajeros estábamos interesados en conocer los detalles más íntimos de la empresa en la que trabaja, las enfermedades de sus compañeros y las vacaciones de su jefe.
Lo intenté todo: subir la música de los auriculares, mirar por la ventana, incluso girarme con cara de pocos amigos para que captara el mensaje. Pero no. Nada la detuvo. Y ahí estuvimos, atrapados en su monólogo corporativo hasta llegar al destino.
Transporte público
Este tipo de situaciones me hace pensar en cómo usamos el transporte público. Es un espacio compartido, y como tal debería regirse por unas mínimas normas de convivencia. Hablar por teléfono no es un crimen, claro que no. Pero hacerlo como si uno estuviera en el salón de su casa demuestra una falta de consideración enorme hacia los demás.
Los demás ya tenemos nuestros propios problemas para sumarle en cuarenta minutos de bus las movidas con otros jefes, y las citas con el traumatólogo.