La Navidad suele presentarse como un territorio exclusivo de la infancia, un tiempo donde la inocencia protege de las ausencias y del peso de los recuerdos. Sin embargo, crecer no implica necesariamente dejar de disfrutarla, sino aprender a vivirla de otra manera. Es cierto que con los años llegan las sillas vacías en la mesa y también el cansancio de las casas llenas, pero con ello aparece algo valioso: la comprensión. De repente entendemos a quienes antes sostenían la celebración sin quejarse, organizando mesas interminables y cuidando cada detalle para que nadie notara el esfuerzo que realizaban desde semanas anteriores para calibrar un buen menú y un buen precio.
No es casual que muchas familias opten hoy por restaurantes o escapadas rurales. La sociedad cambia, las dinámicas familiares también, y adaptarse no significa renunciar a la esencia. Las tradiciones se transforman: los menús ya no son los de antes, las culturas se cruzan y las costumbres se mezclan, la diversidad se sienta a la mesa sin manual de instrucciones. Lejos de ser una amenaza, esto es una señal de normalidad y convivencia.
La Navidad, como señalan algunos psicólogos, también despierta conflictos y emociones difíciles. Pero quizá ahí radique su valor: es una pausa obligada para reencontrarse, para limar asperezas y, aunque sea por unos días, dejar los desencuentros a un lado. Puede parecer ingenuo, pero si estas fechas sirven para reconciliar, para brindar con amigos o simplemente para estar en pijama sin prisas, entonces siguen teniendo sentido. Y eso, en tiempos tan dispersos, ya es mucho.