NO voy a marearles con vivencias vacacionales que entiendo que le importen un pimiento en tanto que para algo son personales. Pero a más de un inquisidor de inmigrantes le vendría bien un billete de avión pagado, eso sí, de su bolsillo y pisar parajes como la central plaza Jemaa el Fna de Marrakech, el valle de Imlil donde se izan las altas montañas del Atlas o la colindantes cascadas de Uzud ubicadas en el pequeño pueblo de Tanaghmeilt. Despojándose de la opulenta visión occidental, neutralizando cualquier sentimiento religioso y atendiendo solo a una mirada universal de sus gentes, podría descubrir en esos ojos –los del conjunto de países del Magreb, Sahara Occiendental o cualquier otra sociedad condenada a buscarse el sustento– los mismos anhelos de toda civilización contemporánea. El iris de los pequeños que corretean con la sonrisa dibujada en el rostro es una bofetada en el mentón de este primer mundo donde, a veces, no sabemos hallar el significado de la felicidad cuando apenas necesitaríamos quererla y buscarla. Solo les aventajamos en un elemento esencial: el grado de alfabetización. Como nos dijo un oriundo de Essaouria, “las guerras nacen de quienes interpretan pasajes que no han podido aprender de forma autónoma porque ni saben leer ni escribir”. Porque, en el fondo, la Biblia, el Corán y el Tanaj comparten mucho más de lo que les separa. El odio y la radicalidad beben de la ignorancia.
isantamaria@deia.eus