¿Volverán mis queridos calcetines en el tendedero sus nidos a colgar?, me pregunto entre vendaval y borrasca, lamentando tan inesperadas pérdidas. Tras las últimas rachas de viento, echo en falta un tobillero con dibujitos de kiwis –vienen bien para el tránsito, no sé si también el aéreo–, uno de manta rayas –el peaje de visitar un aquarium– y una media de fútbol, con sus correspondientes pinzas, que parece una tontería, pero, alerta tras alerta, no gano para reponerlas. Ni para eso ni para comprar bombones a los del primero, a los que pisoteo el pasillo, día sí día también, para acceder al patio y recuperar la parte de la colada voladora que no ha sido abducida por el agujero negro. No sé si los ejemplares desaparecidos autocombustionan al impactar contra el suelo, si alguien los colecciona en plan fetiche o los pone a la venta en el mercado negro. Si han migrado a otras terrazas y ciudadanos de bien los tienen en custodia compartida, agradecería a uno de esos promotores que organizara un megatardeo para que todos los afectados los pudiéramos emparejar de nuevo. La soledad no deseada es muy triste y cientos de ellos esperan, arrinconados en los fondos de los cajones como bichos bola, pasear de nuevo. Yo, por fortuna, aún conservo un par que casa, junto a unas bragas sin estrenar, por si me atropella un coche y tengo que ir a urgencias. No me digan por qué, pero se ve que si no, no te atienden. Por algo se transmite de generación en generación.
- Multimedia
- Servicios
- Participación
