Basta un ejemplo. La última edición del festival eurovisivo coronó a Nemo, LE (en mayúsculas si es preciso) representante de Suiza. Y digo le porque la comunidad internacional próxima a este evento quiso distinguir así, con el artículo correspondiente, al primer artista no binario en conquistar el certamen. Más allá de si la categorización se ajusta a la norma académica, está su derecho a ser denominado como se siente porque lo demás, con el uso, ya vendrá. Y llegará aunque haya quienes se esfuercen en lo contrario y el enemigo esté en casa. Sin ir más lejos, el PSOE acaba de aprobar una enmienda en su ideario que suprime el Q+ del colectivo LGTBIQ+, anulando así todo lo relacionado con la referencia queer (el paraguas que cubre las orientaciones sexuales o identidades de género más allá de lesbianas, gais y transexuales), además de prohibir la participación de mujeres trans en categorías deportivas femeninas. Al margen del debate que esto último pueda suscitar, Ferraz destila un tufo tránsfobo amparado en lo que llaman feminismo clásico, término retrógrado que refuerza el postureo progresista de un partido que se autodefine de izquierdas. La diversidad, ni se negocia, ni se mutila. Ni la lucha por los derechos puede dejar a nadie atrás ni se lucha contra los ultras recurriendo a las soflamas de la extrema derecha. Puestos a quitar letras, podría la cuadrilla de Sánchez despojar la S y la O de sus siglas. Y es que dime de lo que presumes...