Domingo por la tarde, calle Navarra y un tipo contra la pared. “¿Estará bien?”, pensé, aunque solo un nanosegundo, lo que tardé en darme cuenta de que la estaba regando y sin manguera. Experimenté un déjà vu, pero no, no era Aste Nagusia porque no había churrería en El Arenal. Valoré darle un toquecito en el hombro: “Perdona que te corte el rollo, pero hace semanas que incineramos a Marijaia”. Lo descarté porque lo mismo se giraba y se sacudía las gotitas encima de mis zapatillas y no eran de goretex. Así que él meó y el resto de los peatones y yo nos aguantamos.

Camino a casa, me acordé del salpicón de pis -por la altura quiero pensar que de perro- que, durante mucho tiempo, me encontré cada día en la fachada de mi portal. No fallaba, hiciera el tiempo que hiciera. Me imaginé a mil dueños: un anciano decrépito que no pudiera alcanzar con su cachava y su mascota el parque, una adolescente con auriculares mascando chicle al ritmo del reguetón, un encorbatado que aprovechara la paradita de su can con pedigrí para consultar las acciones en su móvil... Fantaseé incluso con esconderme en el contenedor de la basura para pillarles in fraganti. Habría salido de dudas, pero me conozco y no tenía ganas de escribir un suceso autobiográfico. Así que el chucho meó y meó y yo me aguanté.

Ahora me pregunto dónde estarán. Quizás en el contenedor para que no le casquen una multa, aunque yo le condenaría a limpiar de orines la ciudad.