Los niños, las niñas, quieren conquistar el mundo. Están en su derecho, porque el futuro les pertenece. Adolescentes que lo mismo se proclaman campeones del mundo en algún deporte que hackean los sistemas del FBI o la Nasa o que cogen un rifle dispuestos a cambiar la historia de EE.UU. asesinando al candidato favorito; y probablemente, aunque fallando y muriendo en el intento, lo haya logrado. Hemos visto a niños como Nico Williams y Yamine Lamal asombrar y proclamarse campeones de Europa. Contemplamos a Carlos Alcaraz alcanzar lo impensable. Estos días, en los Juegos de París niños y niñas compiten por entrar en el Olimpo y ser tratados como dioses, nunca mejor dicho. La brasileña Rayssa Leal, de 16 años, ha batido el primer récord olímpico: es la deportista más joven en ganar dos medallas en dos ediciones de unos Juegos, después de la plata que logró en Tokio con 13 añitos. “Ahora tengo que volver a las clases. ¿Por qué me haces esa pregunta?”, dijo cuando le cuestionaron qué iba a hacer. Niños y niñas sometidos a una presión inimaginable -¿verdad, Nico?- aunque en la vida normal no puedan votar y tengan prohibido comprar tabaco o cerveza -otra cosa es que lo consuman-. La gran Simone Biles, felizmente recuperada según nos cuentan -tiempo al tiempo...-, puede dar fe de lo que supone estar en la cima y caer en la enfermedad mental. Hay muchos más ejemplos. Pobres campeones. Pobres niños. Que no mueran en el intento.
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