SOY puta”. “Soy zorra”. “Subasto a mi mujer”. Son algunos de los lemas impresos en las chapas que se vendían en un puesto en Bilbao la pasada Aste Nagusia. Llámenme rancia, pero ni en un contexto festivo les veo la gracia. Será por todas las veces que se ha llamado “putas” y “zorras” a mujeres que han decidido cortar con sus parejas, que han mantenido relaciones esporádicas con quienes han querido, que han alzado la voz... O por los pretendidos chistes que menosprecian a las esposas, por los comentarios y gestos que las humillan o relegan a la sombra del miedo o la resignación. No hablo del pasado. A las chapas me remito. Y a las redes, la tele, las calles... No son bromas, son gotas de machismo que siguen calando. No es un piquito no consentido sin importancia, un abrazo que te estruja el pecho sin querer, una mano que te coge de la cintura sin darse cuenta. Son actos que incomodan y violentan a las mujeres, en mayor o menor medida. Y cuando se quejan, si se atreven, viene lo de “estrecha”, “feminazi”, “abducida”. En el restaurante de un hotel este verano un camarero de cuarenta y pico años pidió el teléfono a una adolescente sentada a una mesa y, ante su cara de shock, aclaró que era “una broma”. Al día siguiente, le pidió su cuenta de Instagram. Al tercero, ella le dijo que era menor y su madre, que sus supuestas “bromas” la molestaban. No es divertido. No da risa. No tiene ni puñetera gracia. l

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