EN determinados momentos, resulta muy difícil separar tu vida profesional de la privada. Eso me ocurre a mí con el Guggenheim Bilbao. Estos días, en los que el museo de la capital vizcaina cumple 25 años, me vienen a la cabeza muchas imágenes que han quedado para siempre en mi memoria. Como el primer encuentro con Frank Gehry, el arquitecto que diseñó el museo, en el antiguo aeropuerto de Sondika, cuando me dibujó en una servilleta de la cafetería cómo iba a ser aquel edificio de nombre extraño que había diseñado para Bilbao y que, años más tarde, se convertiría en un icono arquitectónico y cultural internacional. O mi primera entrevista con Thomas Krens, el entonces director de la Fundación Solomon R. Guggenheim de Nueva York, en las antiguas oficinas del Consorcio del Proyecto en Bilbao. Cuando apareció aquel norteamericano de casi dos metros de altura, con pantalones vaqueros y gorra de baloncesto, ni me imaginaba que aquella alianza con Nueva York iba a dar el pasaporte a Bilbao a la liga de ciudades extraordinarias. No fueron tiempos fáciles, el proyecto se encontró con una gran oposición y con el escepticismo de muchos sectores de la sociedad vasca. Para muchos, era una bilbainada más. Estos días, el museo cumple veinticinco años y me alegro al comprobar que quienes lo atacaron tanto hoy lo defienden. Su éxito es innegable. El museo vino para quedarse. Zorionak, Guggenheim.
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