HAY críticos que en vez de detenerse en el gusto personal se suben al carro de ensañarse contra todo lo que se sale de su patrón. Viene al caso de los sesudos análisis respecto a la gira musical por excelencia, Motomami, que ya de por sí encierra curiosidad, en el chorro de voz de una de las estrellas internacionales del panorama, Rosalía, que ayer desembarcó en el BEC. Como diría Uribarri, “pasó como un ciclón”, sin necesidad de que le acompañe la filarmónica de Viena. Ella: R, de rompedora; O, de original; S, como su flor, de Sakura; A, de arriesgada; L, de luchadora; I, de incomprendida; y A, de artista. En mayúsculas. Con ese aura de inocencia que le distancia del divismo de sus haters y competidoras, y sin ser uno devoto entregado, la catalana de reminiscencia flamenca, toda una hit maker, se monta un concierto donde a cada tres minutos asistes a un videoclip en riguroso directo, tan minimalista como coreográficamente sublime, subida a lomos del Tik Tok, deconstruyendo el reguetón, atreviéndose con la bachata y seduciendo con el cante jondo que sale de sus entrañas. Lo mismo te atrapa tocando su guitarra Gibson Les Paul como sentada al piano, o marcándose bulerías. Todo nace de su garganta, trovadoresca, entre palmas y taconeos, contorsionada, despechá. También abjuraron de Camarón y habrá quien suelte bilis sin despeinarse. A lo que ella, cándida, le soltaría: “Chica, ¿qué dices?”.

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