RATADOS, edictos, rendiciones, armisticios, leyes, misivas o bestsellers, no hay episodio o documento histórico trascendente que no se haya dirimido sobre una mesa. Por antonomasia, la que Jesucristo compartió con sus apóstoles en La Última Cena recreada por Da Vinci, aquella redonda en la que se sentaban los caballeros del rey Arturo en Camelot, una más desvencijada donde el preso 466/64 Nelson Mandela empezó a escribir Camino a la libertad en la isla de Robben, los restos restaurados del navío HSM Resolute donde los presidentes de Estados Unidos siguen alzando sus patas en el Despacho Oval, o sobre la que Tolstoi fue narrando cuartilla a cuartilla Guerra y paz. Aunque para la mayoría de los mortales la más significativa es la que sirve para arrejuntarnos con los amigos, la que evoca reuniones familiares o, simplemente, donde nos sentamos a comer, que al ritmo que nos marca esta sociedad un día lo haremos de pie. Y pasará a nuestras vidas aquella que, por castigo, asignación o porque éramos el último en levantarnos, toda madre nos ordenaba recoger una vez reposaban ya todo tipo de restos casi solidificados pese a habernos esmerado en adecentarla cual restaurante estrella Michelin. A los encargados de dar lustre a la que arrancó ayer y pretenciosamente alguno bautizó como mesa "del reencuentro", harían bien en ahorrarse los detalles. Ha saltado por los aires casi sin repartirse la baraja porque todos quieren jugar con las cartas marcadas.

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