ACE unos meses, antes de la Navidad, nos frotábamos las manos ante la noticia del siglo: los laboratorios ya habían parido la vacuna y estábamos cerca del final. Los niños corrían por el pasillo gritando y los padres sonreíamos tímidamente ante la escena, quedándonos en nuestro lugar aunque teníamos ganas de unirnos a la celebración. Al principio de este tomate, el Gobierno tuvo que desmentir que las fuerzas armadas estuvieran rociando las ciudades con una sustancia que protegía a la población del virus, pero aquel día de noviembre en el que el trabajo de las farmacéuticas empezó a dar resultados, si bien experimentales, tuve la sensación de que la velocidad de la vacunación iba a parecerse mucho a ese bombardeo. La realidad ha sido otra. La letra pequeña de la batalla, esperemos que final, implica que no vale con un solo desembarco de Normandía, son necesarias dos inyecciones, y eso ralentiza todo. Sin olvidar que el ritmo de producción no es tan alto como se desea y que hay suspicacias al respecto. Lo suyo sería que los efectos secundarios de la vacuna de AstraZeneca le transformaran a uno en una persona con los modales y conocimientos que se le suponen a un egresado de Oxford y, en el caso de la Sputnik, por poner un ejemplo exótico, adquiriera la prestancia y fiereza de un tigre siberiano. La realidad es otra y solo cabe armarse de paciencia, que debería ser una de las consecuencias de toda esta vaina, y seguir manteniendo las medidas de seguridad.