UANDO la vida cotidiana no se podía controlar mediante apps, la cartilla era aquello donde anotabas las citas del especialista, los cuadernos en que aprendías a escribir respetando el renglón o la libreta del banco que te mostraba los números rojos. Díaz Ayuso, que de esto último sabe poco, ha rescatado el término para inventarse la cartilla covid, un pasaporte inmunológico que horroriza a la comunidad científica y sanitaria con el que la presidenta madrileña dice querer evitar confinamientos y que las personas con anticuerpos puedan acceder a gimnasios, museos, cines o a cualquier recinto cerrado y seguir con su vida normal. Claro está, la descendiente de lideresas se halla entre ellas. Oculta sin embargo que su medida promueve la sanidad privada, estigmatiza a los enfermos, genera desigualdades, suena a discriminatoria, destila dudosa legalidad y ninguna ética, y supone un incentivo a contagiarse para, por ejemplo, dar con un trabajo. Nada nuevo desde la derecha y estéril en la práctica por la cuestionada fiabilidad de los test y la incertidumbre sobre cuánto persiste la supuesta inmunidad. Ahora bien, la idea sirve a Ayuso de cortina de humo para obviar su intención de gastarse 50 millones para que 14 empresas levanten un innecesario hospital de campaña para epidemias. Solo le ha faltado prometer a los poseedores de la cartilla un bono descuento en un hotel de Sarasola.

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