OR mucho fanático virtual que se orqueste para sostener el invento y revienten las audiencias, ni el mejor de los partidos puede enmendar la ausencia de a quien va dirigido el fútbol como espectáculo: el público. ¿Imaginan qué hubiera sido del regreso de Figo al Camp Nou sin el iluminado que lanzó la cabeza de cochinillo? O al viejo San Mamés sin poder acordarse de Del Nido en una semifinal de Copa descomunal. O ver cómo enmudece el Bernabéu mientras Puyol besa su brazalete con la senyera en un chorreo histórico. Puertas cerradas, gradas sin vida, gargantas apagadas... Es justo el castigo que se suele aplicar a los clubes en las ocasiones que han acontecido graves incidentes. Y si la pandemia de por sí lo es, que el balón eche a rodar en este contexto para salvaguardar el negocio podrá acrecentar la venta de televisores pero ni abriga a los futbolistas ni rescata el sentido competitivo. Es meternos gato por liebre, más allá de las disquisiciones sanitarias de la reapertura que arranca hoy con un derbi sevillano desabrido y huérfano de guasa. Si los encuentros ya habían perdido dosis de espontaneidad mediatizados por la tecnología, van camino de ser anodinos y quedar deshumanizados. Pero hay 500 millones de euros en juego que obligan a cerrar el curso con un calendario atropellado y terrorífico, y que hiere de muerte el inicio de la próxima campaña. Será el minuto de silencio más largo. Esta vez sí, el fútbol caminará solo. Y así, no hay fútbol. isantamaria@deia.eus