AY miradas que matan y sonrisas que curan el alma. La pandemia nos dejará secuelas y, entre ellas, que aparcaremos el virus pero sin quitarnos la mascarilla, codiciado material que rebaja nuestras probabilidades de enfermar aunque nos priva de percibir el gesto más seductor, el pegamento social, el mejor de los contagios. Sonreímos por bienestar, placer, nerviosismo, ingenuidad, para inmortalizar momentos, también como estrategia comercial y hasta para mentir, pero nadie hace ascos a una expresión tan genuina que incluso ayuda a otros a desarrollarla. Quieren que los occidentales sigamos la estela asiática y nos preparemos para olvidarnos de ese cruce no tan casual donde nuestra vista se acuesta en los hoyuelos, labios y esos tics faciales que tantas veces nos han dejado prendados de quien ocupa un asiento cercano. De ser así, acabaremos hundiendo aún más nuestro rostro en la pantalla del móvil, pudriendo nuestro cerebro huérfano de emociones. Y justo cuando más nos harán falta a no ser que sea una de esas élites a quien esta crisis, como todas las demás, no le costará ni un ojo de la cara. Sonreír alivia el estrés, minimiza el dolor, mejora el sistema inmunológico, aumenta la creatividad y causa una mejor impresión. Así que, aunque continúen tapándonos la boca y parafraseando a Muriel Casals, no dejemos de practicar la "revolución de las sonrisas". Porque ¿quién no se ha enamorado de alguna?

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