DE un tiempo a esta parte se vigila los pies con disimulo y se devana los sesos pensando cómo plantear su vida. Duda entre retomar su lugar en aquel pueblo donde pasó su infancia y adolescencia, que le trae recuerdos de felices descubrimientos, o asentarse en la localidad en la que ha pasado los últimos treinta años, donde fundó una familia y en la que se siente arraigado con total naturalidad. Son las cosas de la edad. Cuando piensa que tiene todo hecho, que ha cumplido con creces en el trabajo, que sus hijos dejaron atrás sus conflictivas adolescencias y vuelan libres, que a su pareja le han reconocido su entrega y su valía profesional, se da cuenta de que el viejo dicho que manejaban los ricos era verdad. El dinero no da la felicidad. Y, quizás, ni siquiera ayude a conseguirla. Así que busca consejos entre sus allegados. Para algo están la familia y los amigos. Y pese a la buena voluntad que muestran unos y otros, nadie consigue resolver sus dilemas. Los unos, porque apuntan a lo grande; los otros, porque no se quieren mojar en una decisión que consideran personal e intransferible. Así que sigue deshojando una margarita que no tiene fin. El tiempo pasa y todo sigue como al principio. Pero si algo le ha dado la edad es perspectiva. Y sabe que lo que tenga que ser, será. Se adaptará a la decisión tomada y, en un plazo corto de tiempo, olvidará la alternativa. Es lo que tiene ser positivo.

jrcirarda@deia.com