TODOS los veranos tienen sus símbolos y sus maldiciones. Ahora que estamos más informados que nunca de cómo nuestros datos y fotografías pueden acabar en un servidor ruso, vuelven los posturetas vacacionales como esos flotadores malditos: cisnes rosas gigantes que pueblan las costas ¿Like? La primera vez que vi un flamingueo de este tipo, grandioso, rosado, con su bañista a lomos, pensé que, por el espectáculo, seguía en el mismo planeta. Los humanos vacacionando tenemos un sentido especial para hacer el ridículo, nos hemos acostumbrado tanto a la chancleta que ya poco nos importa adosarnos un cisne gigante al cuerpo mecido por las olas, acuñado la ambición del corazón instagramero y protegidos por la estupidez de la audiencia recalentanda como el móvil, tan real y tan falsa. A mí estas cosas me producen mucho bochorno, lo mismo un flamenco de plástico rosáceo que intenta domar a un turista que una metralleo de selfis con elementos anuales obligatorios: sol, playa, jamada y dientes. Prefiero el postureo de invierno porque no hay riesgo nunca de salir menos esbelto que el cisne rosa, gran metáfora de esta distopía que es el verano y donde todo es irreal y ciertamente arduo para conseguir el aplauso estacional. “No te pongas estupenda”, dirán algunos como si los cisnes rosas fueran patrimonio del verano y hacer el memo también. En los muros digitales ellos son los verdaderos estupendos, tan reales como los pavos de sus dueños.susana.martin@deia.eus