LES educaron en el respeto a las tradiciones de un pueblo singular. Les enseñaron que siempre, y por encima de todo, deberían defender la casa del padre de los ataques de los lobos. Se criaron en una lengua que parecía tener los días contados. Asimilaron las lecciones y se sumergieron en la cultura popular hasta ser dominadores del acervo. Predicaron con el ejemplo y salieron a la calle para sembrar esperanza y futuro. Fueron de pueblo en pueblo mostrando lo que habían aprendido. Transmitieron sus conocimientos sabedores de que la cultura es un bien que debe estar al alcance de todo el mundo y que la mejor forma de expandirla es hacerla accesible desde las plazas más humildes. Institucionalizaron su afición hasta convertirla en su trabajo. Medraron en su carrera profesional y accedieron a despachos de responsabilidad. Marcaron la pauta a sus subordinados a los que también exigieron defender la casa del padre, respetar las tradiciones y divulgar una lengua que empezaba a asomar la cabeza. De ahí dieron el salto a los despachos con moqueta y a los hemiciclos donde se cuecen las leyes que marcan la pauta a los ciudadanos. Un salto más les situó en las más altas cotas del gobierno. Y entonces se olvidaron de dónde venían. Y educaron a sus hijos en la gruta del lobo. Aquel del que deberían defender la casa del padre. Y el lobo entró en la casa del padre porque el hijo le abrió la puerta.

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