GRACIAS a Internet y a la posibilidad de llevar en un bolsillo una inagotable fuente de información, gracias a que sin filtro ni fiabilidad uno, en teoría, puede saber el momento concreto en el que va a empezar a llover o si va a necesitar abrigo a pantalón de lino. Todo un avance que, no obstante, nos obliga a agachar la cabeza para consultar el móvil en lugar de otear erguidos el horizonte en busca de nubes como nuestros antepasados cazadores. Debido a esa capacidad regalada por las nuevas tecnologías, la meteorología, que siempre nos ha llevado de cabeza, se ha convertido en una principales preocupaciones del personal. Así que el anuncio de una ola de calor o de frío tiene la capacidad de condicionarnos toda la semana -antes, durante y después de la canícula y la glaciación- a pesar de que tales fenómenos han existido toda la vida y se han asumido con naturalidad por la parroquia. Hace un par de semanas, durante los dos días en los que se superaron los 40 grados sin que, por cierto, se desplomara el cielo sobre nuestras cabezas, hubo debate en DEIA sobre si la calorina merecía un tratamiento informativo excepcional o si era algo habitual durante el verano. Planteada así la cuestión, no hay duda de que la caló estival tiene el mismo interés que la migración de las golondrinas en otoño, pero llega tanta información sobre los efectos del fenómeno que nos obligan a seguir al minuto el acontecimiento y quién sabe si a sentirnos más sofocados de lo que deberíamos.