EL verano ya está aquí. Y con él, las vacaciones, en el pueblo de la familia o en un lugar turístico; las escapadas a la playa o al monte, las siestas en el sofá mientras vemos el Tour, las cervezas en el chiringuito, las gafas de sol y las bermudas, las chancletas y la crema solar, los paseos sin prisa, las salidas nocturnas, la ventana abierta durante la noche para que el relente refresque nuestras viviendas y nos ayude a conciliar el sueño a costa de que el mosquito nos incordie y nos pique; la fruta de temporada, esos melocotones con sabor a melocotón; los gazpachos y salmorejos, cada vez más extendidos, aunque no sean platos de nuestra cocina tradicional; las eternas vacaciones de los estudiantes y -¡qué envidia!- de los maestros, los cines al aire libre, las fiestas de los pueblos con sus fuegos artificiales, sus concursos gastronómicos y sus prendas típicas; los calores insoportables y la sequía pertinaz, las caravanas hacia las playas, las ciudades desiertas en fin de semana, las rebajas de julio y en agosto aún más, los contratos en prácticas en los currelos, los becarios ilusionados y sobreexplotados, las serpientes de verano, esas noticias que el resto del año no lo son pero que en esta época permiten completar esas páginas de periódicos a los que no llega información; la canción de Georgie Dann ¿o ya no canta?... En fin, esos tres meses en los que se supone que está prohibido aburrirse.

jrcirarda@deia.eus