ÁNGEL no la mató porque la creyera suya. La ayudó a morir porque María José ya no era de ella misma. En medio de la lacra de la violencia desatada sin conciencia por los que conciben el amor como una propiedad, la suya fue una historia en la que el amor acabó siendo la razón para que él se desgarrara un trozo de sí, renunciara a ella, a su presencia cuando no era más que un retazo de lo que fue. La quiso hasta que ella ya no quiso más. Ella lo quiso hasta decidir marcharse y no hacerle compartir su dolor. Fueron juntos durante el tiempo que la naturaleza y la enfermedad se lo permitió. Luego, cuando a ella se le impuso una existencia ingrata, siguieron juntos con la esperanza de que el final pudiera ser digno, pero no delictivo. No se lo permitieron. Como a otros y otras antes, un precepto moral no compartido por ellos pero que sujeta como una garra la legislación se les impuso para la tranquilidad de conciencia ajena. De quienes han decidido que un enfermo terminal no puede disponer de su última decisión pero ellos sí pueden imponérsela. No es un precepto ético sino confesional. De esos que te hacen sufrir por tu propio bien. ¿No se parece eso a la violencia? María José eligió hasta el final porque contó con Ángel para que ella pudiera elegir. Ella huyó de su dolor insoportable y él se queda uno doble: el de la pérdida y el de la decisión activa de no verla sufrir más. No puedo reprocharle su dolor. Es suyo, no nuestro.