CINCO párrafos escuetos, casi espartanos, nos dan cuenta de la muerte de un hombre de 49 años a consecuencia del botellazo que recibió el pasado fin de semana en el barrio bilbaino de Ibarrekolanda. La edad es todo lo que sabemos de la víctima. No hay unas tristes iniciales. Menos, entonces, el puñado de datos urgentes que nos permita hacernos una idea exigua de a quién le han arrebatado la vida. No sabemos su estado civil, si tenía hijos u otra familia. Tampoco en qué trabajaba si es que trabajaba. Solo que hacia las cinco de la mañana del pasado sábado tuvo la pésima fortuna de cruzarse con un individuo de 22 años que lo golpeó brutalmente con un envase de vidrio. Del agresor también se nos cuenta lo justo. Lo principal, que fue arrestado poco después de los hechos, que cuenta con antecedentes penales y que ahora mismo permanece en prisión preventiva.

A partir de ahí, parece que no hay nada más que añadir. Otro desgraciado que engrosa la fría estadística de asesinatos violentos cometidos en la madrugada del fin de semana en Euskadi y, además, en el contexto de unas fiestas. La tremebunda novedad es, como menciono arriba, que a diferencia del reguero de casos anteriores, esta vez ni siquiera hemos gastado un segundo en humanizar a la víctima. Tampoco soy consciente de haber escuchado las condenas de aluvión ni de haber asistido a concentraciones de repulsa. Habrá algo que se me escapa, aunque no puedo evitar pensar que ya damos por normalizados estos hechos como si, en lugar de episodios intolerables, se tratara de imponderables contra los que ni cabe levantar la voz.