DE entre lo mucho y sustancioso que dijo ayer el lehendakari en el encuentro anual organizado por DEIA, me quedo con lo que, seguramente, va más allá de lo institucional para incardinarse en lo personal e intransferible. Me refiero a sus palabras sobre la acusación de xenofobia que le escupió a él y a su partido la semana pasada el secretario general de los socialistas vascos, Eneko Andueza. Después de miles de entrevistas, creo saber algo de lo que bulle en la cabeza de las personas que responden a lo que les plantea quien hace las preguntas. Por eso noté la contención de la primera respuesta cuando mi querida directora, Marta Martín, le cuestionó sobre el espinoso asunto. La ortodoxia en comunicación política aconsejaba una declaración que rebajase la escalada verbal y abogase por devolver las aguas a su cauce, máxime, cuando se trata de una materia tan sensible como la de las personas refugiadas y, en el caso que nos ocupa, el autor de la diatriba es el líder del partido con el que se comparte, tirantez arriba o abajo, un gobierno donde impera la lealtad mutua. “Prefiero huir de polémicas”, dijo.

Quizá el lehendakari pudo haberse parado ahí, pero no Iñigo Urkullu. Ni su historia familiar, ni la de su pueblo, ni la de la formación en la que milita desde que era adolescente pueden dejar pasar una acusación tan injusta y gratuita como la que vertió Andueza. Por eso, después de enumerar un ramillete de motivos que desmentían la imputación, confesó que las palabras le habían dolido en lo más hondo de su ser. Supongo que es ingenuo esperar una rectificación del ofensor, pero dignificaría algo la política.