ES verdad que queda un largo camino por delante para lograr la oficialidad de las selecciones deportivas vascas, pero que nos vayan quitando lo bailado. Si les soy sincero, cuando supe que se estaba negociando la posibilidad de que los combinados vascos de pelota y surf pudieran participar en competiciones internacionales, me mostré algo más que escéptico. Era una breva que no esperaba ver caer. A lo largo de los años, el asunto daba la impresión de haberse convertido en una línea roja (o más bien, rojigualda) infranqueable para los gobiernos de Moncloa. El poder simbólico del deporte es tal, que parecía –y, de hecho, se proclamaba– que no se permitiría la oficialidad ni para el deporte más intrascendente o con menos federados. El anterior ministro de Cultura y Deporte de este mismo gobierno español dejó dicho que ni hablar del peluquín.

Sin embargo, la necesidad de Sánchez de cosechar apoyos a sus presupuestos se ha convertido en virtud. La lección es que, si se quiere, se pueden encontrar vías para encajar en la legalidad lo que se aseguraba que era imposible. Si se ha hecho con el surf y la pelota, no hay por qué pensar que no se pueda hacer con el atletismo, el ciclismo, el basket… y, por supuesto, el fútbol. Los aprendizajes de lo que ha ocurrido son, por un lado, que merece la pena seguir insistiendo en la reivindicación, y por otro, que no solo hay que hacerlo de piquito sino en las mesas de negociación adecuadas. Ojalá tengamos que escuchar muchas veces el lamento de Carlos Iturgaiz por lo que llama “error histórico que vende España a los separatistas y enfrenta a los vascos”. Será una muy buena señal.