A JOSÉ Antonio Griñán ni siquiera se le ha comunicado oficialmente su ingreso en prisión por su participación ya confirmada en sede judicial en el escándalo de los ERE andaluces. Sin embargo, prácticamente lo primero que se hizo cuando se adelantó la sentencia del Tribunal Supremo fue echar a volar la especie del probable indulto. Y, en buena parte de los casos, dando por hecho que el expresidente de la Junta de Andalucía y del PSOE evitará pasar entre rejas los seis años a que ha sido condenado en firme. Incluso aunque la doctrina del Constitucional apunta en línea contraria, son muchos lo que están convencidos de que el Gobierno de Pedro Sánchez encontrará el modo de librar de la cárcel a quien ya se viene glosando como un inocente injustamente condenado. “Han pagado justos por pecadores”, es el mantra más escuchado ahora mismo en Ferraz y Moncloa.

Personalmente, no me agrada que un hombre de 76 años que seguramente no tiene posibilidad de delinquir más se vaya a tirar una temporada en una celda. El roto que lo ocurrido le ha hecho a su vida me parece suficiente castigo. Pero no soy yo quien imparte justicia. Por otro lado, tengo claro que hay un puñado de reos de la misma edad que Griñán sobre los que ni nos planteamos el debate porque sus casos no llegan a los focos.

Por lo demás, y aquí quería llegar en realidad, confieso que jamás he sido capaz de ponerme de acuerdo conmigo mismo en lo que pienso sobre la propia figura del indulto. Aunque me consta que a veces ha servido para reparar excesos judiciales, me chirría que el perdón esté en manos del poder ejecutivo.