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El carcelero silencioso

Las primeras respiraciones frías de noviembre ha descendido sobre Bilbao con esa elegancia cruel que tienen los cambios de estación en el norte: no anuncian nada, simplemente suceden. Una mañana te levantas y la luz ha virado a un amarillo oblicuo, las fachadas del Ensanche parecen tener fiebre, y por debajo del zumbido de los tranvías corre un murmullo de hojas húmedas, como si la ciudad entera estuviera estrenando pulmones.

Para mucha gente apegada a los hábitos, este primer frío es casi un ritual de iniciación. Se desempolvan bufandas, se recupera el placer de las manos en los bolsillos, se vuelve a agradecer una taza de caldo en un bar estrecho del Casco Viejo. Pero para otros –para quienes no poseen más casa que un arcén, un soportal o un banco de parque– el frío no inaugura nada: amenaza. No es un meteorólogo caprichoso, sino un carcelero silencioso.

Bilbao sigue siendo una ciudad que aparenta cobijo. Sus edificios macizos, su nervio industrial, sus plazas recogidas parecen ofrecer un refugio natural. Pero cuando cae la noche y el termómetro cae con ella, los huecos donde se duerme a la intemperie se encogen. Hay lugares que fueron soportables en septiembre y que en noviembre se vuelven inhóspitos como la bodega de un barco en tormenta. En los rincones la humedad se mete en los huesos como una deuda impagable. En los cajeros, los cierres automáticos expulsan a quienes intentan sobrevivir con un cartón por colchón. Y en los portales, la buena conciencia de algunos se convierte en la mala sombra de otros: el timbre de seguridad repite una liturgia de expulsión que todos fingen no escuchar.

Cada invierno, las instituciones despliegan mantas, plazas de emergencia, recuentos nocturnos. Pero la caridad burocrática suele llegar tarde y corta. La vida en la calle no se mide por noches; se mide por minutos de calor. El tiempo que una persona puede soportar la sensación de estar congelándose desde dentro. Se habla poco de esto en los despachos bañados en halógenos: del frío como forma de violencia. Del frío como recordatorio de pertenencia o exclusión. Del frío como frontera social.

Bilbao posee un músculo cívico indudable: asociaciones, voluntarios, servicios que hacen más de lo que pueden. Pero hay algo más profundo que molesta: la forma en que la ciudad mira –o no mira...– a quienes se nos han quedado al borde del camino.