En este Bilbao que tanto se aprecia que fue fragua, revolución obrera y músculo industrial, la seguridad se ha convertido en la palabra que se murmura en los portales, en las sobremesas de la calle, en los vagones del metro que atraviesan barrios como túneles de conciencia.

Hubo un tiempo en que el miedo tenía nombre y siglas. Hoy, sin embargo, es más sutil. Ya no se agazapa en comunicados ni se proyecta en sombras largas bajo farolas rotas, sino que se diluye en pequeñas dosis cotidianas: un tirón de bolso en Santutxu, un navajazo en San Francisco, una pelea grabada y subida a TikTok para el banquete cruel del algoritmo. La violencia ahora es líquida, imprevisible y muchas veces invisible. Como la humedad del norte: se cuela por las rendijas del día a día y se posa en la ropa del alma sin que uno se dé cuenta.

Los titulares hablan de inseguridad, esa palabra que tanto pesa. Los vecinos de toda la vida bajan la basura mirando hacia los lados, como si la ciudad que ayudaron a construir se les hubiese vuelto extranjera. Y quizás lo sea. Porque Bilbao, con sus rascacielos y sus labios pintados de gastronomía Michelín, ha querido ser moderna sin preguntarse qué consecuencias tendría.

La seguridad no se mide solo en estadísticas. No basta con que el concejal de turno saque un PowerPoint con barras que suben o bajan. La verdadera inseguridad es emocional, es esa sensación de que algo se ha roto, de que ya no reconocemos a quienes caminan a nuestro lado. La inseguridad es perder el código secreto que une a los vecinos cuando se cierra la persiana del último bar.

No quiere decirse, válgame Dios, que sobran los que vinieron ni que el progreso trajo consigo un estilo de vida a contracorriente. Bienvenida sea la modernidad a una ciudad que las pasó canutas cuando la caída de aquel universo industrial puso a la villa contra la espada y la pared. Lo que ocurre se parece bastante a eso que la calle llama “morir de éxito”: el nuevo Bilbao poderoso ejerce un efecto llamada. Lo que no cambia —lo que no debería cambiar— es la idea de comunidad. Porque cuando se rompe el vínculo invisible entre los ciudadanos, cuando cada uno se encierra en su propio miedo entonces la ciudad deja de ser lo que era.

La seguridad, sí. Ese es el gran reto. Pero no se soluciona solo con más policía. Se resuelve con educación, con integración real, con empleo digno para todos, con cultura que invite a quedarse y no a huir.