Les llamaron los invisibles, no pocas veces. Siempre fuera de la ley y tantas veces sobre la manta. En Bilbao, la ciudad que fue hierro y hoy es cristal, el comercio y la hostelería alzan la voz contra la venta ambulante. Se dicen sitiados. No por imperios ni por cruzadas, sino por mantas extendidas sobre las aceras, por voces que ofrecen perfumes sin etiqueta y gafas sin marca. Ellos claman por orden. Se habla de venta ilegal y de alimentos que se dispensan sin control, con el riesgo que conlleva.

El comercio y la hostelería de Bilbao se alzan, como barca de carga al amanecer, contra la venta ambulante: una batalla muda, de aceras empedradas y vitrinas que guardan el susurro del mago que regatea con el cliente. En esta ciudad que respira por el casco viejo y se aferra al hierro de las pasarelas de la ría, la escena parece sacada de una novela

Bilbao no es solo un conjunto de bares y comercios; es un organismo vivo que se alimenta de la conversación, del aliento de la gente que camina. Los comerciantes, con su paciencia de artesanos, conocen al detalle el pulso de la ciudad: cuándo bajan las temperaturas, cuándo sube la llegada de turistas, cuándo hay tardes grises que se quedan con un único faro. Y la hostelería, con su hospitalidad a la que no le falta un punto de picardía, sabe que cada mesa es una frontera entre lo que se ofrece y lo que se espera.

La venta ambulante, por su parte, entra en la escena como un personaje que no pide permiso y que, sin embargo, ejerce cierta magia: se coloca en la esquina, despliega recuerdos envueltos en plástico, propone un sabor que puede parecer imposible en la carta. Pero ahí reside la tensión: el comerciante ambulante, muchas veces, opera fuera de los contratos, fuera de las tasas, fuera del control de la ciudad que quiere orden en sus calles. Es la cuerda floja entre la libertad y el recorte de derechos, entre la picardía del esfuerzo y la guerra de sangres entre quien paga impuestos y quien no.