SACAN una tarjeta roja como si te expulsasen del paraíso, algo que suena más preocupante si se considera que ya has dado con tus huesos en un cripta, en una tumba, en un nicho. ¡Cuesta tanto morirse! En principio porque muy poca gente lo desea y se aplica una resistencia de uñas y dientes, como comprenderán. Y después porque los cementerios cobran por las concesiones, como si se aplicase una extraña e injusta OTA, incluso cuando llega el aparcamiento definitivo. Hay retrasos en los pagos, como ven. A la gente viva le cuesta pagar por los muertos.

Esta acepción de la palabra cementerio (”lugar para dormir”) y la propia institución eran desconocidas en la antigüedad clásica y fueron introducidas por el cristianismo en la creencia de la resurrección de la carne. Situados primero en las catacumbas, después, adyacentes a las iglesias, desde el siglo XIX los cementerios se sitúan en lugares alejados de los centros habitados, pudiendo, así, reunir ciertas condiciones de higiene y seguridad.

“No sé qué tienen las flores, llorona, las flores del camposanto. Que cuando las mueve el viento, llorona, parece que están llorando”, cantaba Chavela Vargas en su rasgada versión de La llorona. Bien pudiera aplicarse la letra a los deudos de un difunto cuando se convierten en deudores. También llorarán, supongo, cuando les presentan la factura.

No conviene jugar con los sentimientos en estas ocasiones. Quiero decir que iba a hablarles de la película La muerte os sienta tan bien, dirigida por Robert Zemeckis y protagonizada por Meryl Streep para aliviar el peso de la pena por el gasto pero no tengo muy claro que el sentido del humor florezca en ocasiones como esta, cuando un allegado se va y al acercarte a darle tierra te encuentras con la tarjetita roja de marras. Lo mismo te pega un soponcio.