UN observador tan perspicaz como él, Leonardo Da Vinci, nos dejó dicho que el agua es la fuerza motriz de toda la naturaleza, una verdad incuestionable. Una fuerza que te lleva y te trae, que da la vida o la quita, según la virulencia con la que se precipite, según la sorpresa con la que llegue, según la turbulencia que traiga. En eso estaba pensando cuando me sorprendieron los tres grandes sonidos elementales en la naturaleza que son el traqueteo de la lluvia sobre cualquier superficie, el ulular del viento entremezclándose en un bosque y el rugido del océano en una playa. El primer sonido, el de la lluvia que nos rodea, ha sido la banda sonora de las últimas horas, un ataque de las aguas que nos invadió con toda su fuerza sin llegar a tumbarnos del todo, pero con una amenaza permanente.

Es curioso que nos sorprenda, que se acoja como noticia. La lluvia en invierno, en modo de temporal o de fieros diluvios, son comunes. Es verdad, eso sí, que parecen llegar a lo grande. Lo que sí es toda una curiosidad es que la borrasca traiga consigo un nombre propio singular: Gerard. Uno quiere pensar que se trata de una casualidad y que no haya sido una guasa de la gente de la meteorología o la segunda parte de la venganza de Shakira, a la que tampoco atribuyo tantos poderes como para bautizar a un fenómeno atmosférico. Si algún mortal tuviese ese poder, sería hermoso que se lo hubiesen dado a Joan Manuel Serrat. Tiene experiencia en el asunto. No en vano, en su Balada de otoño cantaba algo así como “Llueve / Detrás de los cristales llueve y llueve / Sobre los chopos medio deshojados / Sobre los pardos tejados / Sobre los campos / llueve”. La Balada de invierno que se nos anuncia, eso sí, tiene otro ritmo: el de un salvaje rock & roll, con la fuerza con la que bajan los ríos caudalosos. Y tras los cristales, un lagrimón por Gina.