ES uno de los prodigios de Santo Tomás: el milagro de hacer que la ciudad reverdezca. Bien mirado, en días como hoy, cuando el campo despliega todos sus frutos sobre la ciudad, uno no puede olvidar que la agricultura es la madre fecunda que proporciona todas las materias primas que dan movimiento a las artes y al comercio. ¿Será por eso que la llamamos el primer sector? Su aparición sobre la faz de la tierra desde tiempos inmemoriales recuerda, qué sé yo, a la huella de Neil Amstrong sobre el polvo lunar: un primer paso necesario para que todo progrese.
Con el paso de los años ha cambiado, sin dudarlo, la forma en que miramos a la naturaleza. No importa la época, la agricultura natural existe desde siempre como fuente de vida. Lo que ha cambiado, insisto, es cómo hacerlo. El ser humano trabaja el entorno natural para convertirlo en lo más apto posible para el crecimiento de vegetales, de donde se producen los productos esenciales para la satisfacción de sus necesidades. Con este fin, el hombre utiliza medios que el progreso científico y técnico ha puesto a su disposición: fertilizantes químicos, medios mecánicos, mejora genética, etc. Eso es innegable. Con todo, en días como el de hoy, cuando el campo viene de visita para saludar a los seres humanos que nos fuimos de sus tierras se produce lo que les decía antes, el milagro de Santo Tomás. Durante tantos días al año dan, damos, la espalda a las tierras de labranza –en nuestra ingenuidad las menospreciamos con respecto a las tierras de asfalto...– que su aparición repentina nos asombra. Dicen que ahora, tras los años de sequía festiva, los baserritarras, los guardianes de ese estilo de vida que miramos desde la lejanía, se preparan para hacer caja. Ojalá que así sea. Sería lo justo.