EL mal que estos días nos rodea gracias a Dios mengua, se reduce a su máxima expresión. La mujer que hace unos días nos sobrecogió con el rapto del pequeño Aimar ha decidido entregrarse de manera voluntaria al servicio de urgencia (por supuesto, en la especialidad de psiquiatría...) del hospital de Basurto, consciente de que ese arrebato que le empujó a llevarse a un recién nacido y tratarle como si fuese suyo es digno de estudio clínico. La ley le había dejado suelta pero ella misma se ha debido dar cuenta de que está un poquito loca de atar. Que no campe a sus anchas tranquiliza, todo hay que decirlo.
El fuego que nos tuvo sobre ascuas en la comarca de Enkarterri, con 500 hectáreas arrasadas, durante unos días ha calmado su voracidad. El viento no ha desatado brasa alguna, no parece que queden rescoldos y se concluye que el incendio ha fallecido. Descanse en paz, el muy cabrón.
Es costumbre pensar en los villanos como el mal –inmorales y repugnantes – y en los héroes como el bien. Esta palabra está a menudo reservada para los crímenes más terribles: Adolf Hitler suele ser la cara del mal en la historia, mientras que, qué sé yo, Voldemort (ya saben y si no es así se lo cuento yo: el terror en la saga de Harry Poter...) es la cara del mal en la literatura más reciente. El mal puede ser menos extremo, puede hacer referencia a cualquier cosa que hace daño. Y es ese el mal que se reduce.
La noticia sosiega pero no podemos olvidar que estamos acostumbrados a la convivencia con asuntos de este pelaje. No en vano, es la propia calle la que suele decir del mal, el menos, como si fuese una necesidad elegir. Hagámoslo. Es un daño más pequeño ver a la mujer secuestradora encerrada, por mucho que su confundida cabeza conmueva. Son un peligro de baja intensidad las cenizas cuando no enrojecen en cuanto el viento les sopla en la cara. No hay peligro, dicen. El peligro ya pasó por encima.