OS resultados de las elecciones catalanas celebradas ayer, en gran parte previstos e incluso anunciados, arrojan un escenario enrevesado y de complicada gestión después de largo tiempo de confrontación abierta. En primer lugar, es obligado y de justicia resaltar el impecable comportamiento de la ciudadanía catalana, que volvió a dar ejemplo de civismo y compromiso democráticos y, consciente de la trascendencia del momento, superó el miedo y el hastío en plena pandemia y ejerció de forma modélica su derecho al voto. Pese a ello, la participación bajó de manera notable, lo que sin duda repercutió en los resultados finales. Con todo, las urnas han vuelto a determinar una notable ventaja en número de escaños de las fuerzas independentistas, que refuerzan su mayoría absoluta en el Parlament, aunque su porcentaje de votos sea similar al obtenido en 2017, que no aporta una mayoría social consolidada, con el añadido de que tampoco ningún partido soberanista ha sido la fuerza más votada. En este sentido, cabe resaltar también que la alternativa al independentismo ha girado hacia el centro, merced a que el efecto Illa -aunque insuficiente- ha llevado al PSC a liderar de manera clara el bloque constitucionalista, donde el descalabro de Ciudadanos -amortizado ya como aspirante a aglutinar ese voto- y la irrupción de Vox como imán del discurso más radical descarta a ambos como alternativa y deja en evidencia al PP de Casado. En realidad, puede concluirse que los bloques soberanista y constitucionalista salen más fracturados pero igualmente consolidados, sin trasvase de votos entre ambos y sin que ninguna de las partes logre imponerse de manera sustancial. Ello debería inducir a quienes lideran ambos sectores a ser conscientes de la realidad fijada por la ciudadanía en las urnas elección tras elección y a ser consecuentes con el respaldo con el que cuentan unos y otros, de manera que no deberían seguir ignorándose mutuamente y consumando la brecha social. El reconocimiento de esta realidad debería marcar el terreno para el desbloqueo y para hacer política de manera transversal y acorde a las distintas sensibilidades de la ciudadanía catalana, sin obviar ni criminalizar los discursos y planteamientos del otro. Catalunya precisa entrar en vías de gobernabilidad y de resolución de sus conflictos y necesidades.